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Tribuna
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El principio de una larga enemistad

'Nuestra amistad no era fácil, pero la echaré de menos'. Hace justamente 50 años, Jean Paul Sartre comenzaba así un texto destinado a cincelar las diferencias entre su obra y la de Camus. No se trataba sólo de una trifulca de sobremesa, de un divertimento para las horas alcoholizadas y taciturnas de la pedantería de la rive gauche. Era una fractura radical, una designación de fronteras que obligaba a tomar partido a los espectadores, que inculcaba a todos las señas de una complicidad y las dolencias de una elección. En adelante, sería imposible querer a Sartre y elogiar a Camus, amar a Camus y recomendar a Sartre. La tregua parisina se rompía en las astillas de la guerra fría, desertizando un lugar común ahora despoblado. Durante los siguientes decenios, mientras ambos autores resonaron aún en el escenario cultural europeo, la cohabitación resultaba imposible. Elegir a Sartre era renunciar a Camus. Obtener a Camus suponía perder a Sartre.

'Nuestra amistad no era fácil, pero la echaré de menos', dijo Sartre de Camus

Unos meses atrás, en octubre de 1951, Camus había publicado un libro para el que esperaba hallar el reconocimiento de un ambiente enrarecido por las primeras polémicas serias de la izquierda tras la liberación. El hombre rebelde era, sin duda, el resultado de un exceso de entusiasmo, de una abundancia de ambición moral poco ajustada a los recursos metodológicos del oficiante. Resultó cómodo para Francis Jeanson, que se encargó de la crítica en Les Temps Modernes, referirse a esa falta de vínculo entre la brillantez literaria y la agonía argumental de un libro con voluntad interpretativa, con deseo de situar a su progenitor en el magisterio filosófico que poblaban sus amigos: Morin, Merleau-Ponty, Aron, el propio Sartre. Acostumbrado al vigor de su éxito como periodista, como narrador genial, incluso como autor dramático, Camus sólo aguardaba la bendición de la ortodoxia académica para su gran ensayo sobre la oposición de rebeldes y revolucionarios, entre hombres que desean ser libres y los solemnes justificadores del crimen de masas. Francis Jeanson reconoció al ensayo su soberbia factura formal, la musculatura inexpugnable de un lenguaje aforístico, lapidario, bajo el que callaba la silenciosa vaguedad de un argumento. Como buen polemista, Camus tenía motivos para sentirse ofendido, al saber que el elogio no solicitado siempre es el impulso para golpear con mayor eficacia.

Camus había comenzado a señalar las líneas que lo iban separando de una izquierda que se negaba a criticar al 'partido de los fusilados', temiendo afianzar el territorio de la derecha. Lo había hecho, sin duda, con la flexibilidad asombrosa y la carencia de método de una palabra que se convertía en un arma por su misma potencia formal, pero también por su incalculable intuición ética, por sus sugerencias morales, en un tiempo y un ambiente que contemplaban las demandas morales como una flaqueza de carácter o una osadía de burgueses satisfechos. Sin embargo, el diseño del rebelde trazado por Camus nada tenía de satisfacción inmóvil, sino de advertencia incómoda ante un rasgo esencial de la cultura política contemporánea: la costumbre de sacrificar a los hombres para defender los derechos de la humanidad; la abolición de las vidas individuales para que un crimen colectivo pudiera elevarse al rango de una necesidad del progreso; la perpetua tensión entre la liber

tad y la justicia, entre las personas y la historia.

Ciertamente, Sartre pudo referirse a la pomposidad del moralista, a las manos limpias de quien se mantiene al margen de los acontecimientos. No era justo, tras la implicación de Camus en el Partido Comunista Argelino, en la Resistencia, en el intento de construir una fuerza socialista democrática, en su denuncia del fascismo español. Pero tampoco era justo convertir a Sartre en una cínica cobertura filosófica del totalitarismo, en un ornamento teórico del universo concentracionario soviético.

Tal vez el problema estuviera, para ellos y para nosotros, en esa necesidad de elegir que nos impusieron, en la consigna que desfiguraba al adversario. Tal vez el problema fuera hacer de Camus un frívolo ausente de los conflictos reales, de la carne y los huesos de la historia, mientras otros hacían de Sartre el sacerdote a sueldo de una fe carroñera. En un tiempo de compromisos radicales, la matización podía menospreciarse como una quejumbrosa falta de carácter. Ni Camus ascendió a un púlpito de pulcra neutralidad desde el que podía clasificar la moralidad de los actos ajenos, ni Sartre sepultó sus recursos en la penumbra de una militancia complaciente.

Volver a Camus es volver a Sartre. Hacer un adecuado informe clínico de las dudas, de las certezas dolorosas, de la impaciencia y de la desesperanza del pasado siglo nos pide renunciar a esa elección a la que ambos nos obligaron, desde sus propias razones, hundidas en la trama sucia y minuciosa de la historia. Elegir a ambos es la verdadera manera de escoger a cada uno. La mejor forma de utilizarlos, en el más noble sentido de la palabra.

tad y la justicia, entre las personas y la historia.

Ciertamente, Sartre pudo referirse a la pomposidad del moralista, a las manos limpias de quien se mantiene al margen de los acontecimientos. No era justo, tras la implicación de Camus en el Partido Comunista Argelino, en la Resistencia, en el intento de construir una fuerza socialista democrática, en su denuncia del fascismo español. Pero tampoco era justo convertir a Sartre en una cínica cobertura filosófica del totalitarismo, en un ornamento teórico del universo concentracionario soviético.

Tal vez el problema estuviera, para ellos y para nosotros, en esa necesidad de elegir que nos impusieron, en la consigna que desfiguraba al adversario. Tal vez el problema fuera hacer de Camus un frívolo ausente de los conflictos reales, de la carne y los huesos de la historia, mientras otros hacían de Sartre el sacerdote a sueldo de una fe carroñera. En un tiempo de compromisos radicales, la matización podía menospreciarse como una quejumbrosa falta de carácter. Ni Camus ascendió a un púlpito de pulcra neutralidad desde el que podía clasificar la moralidad de los actos ajenos, ni Sartre sepultó sus recursos en la penumbra de una militancia complaciente.

Volver a Camus es volver a Sartre. Hacer un adecuado informe clínico de las dudas, de las certezas dolorosas, de la impaciencia y de la desesperanza del pasado siglo nos pide renunciar a esa elección a la que ambos nos obligaron, desde sus propias razones, hundidas en la trama sucia y minuciosa de la historia. Elegir a ambos es la verdadera manera de escoger a cada uno. La mejor forma de utilizarlos, en el más noble sentido de la palabra.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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