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Columna
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Tú contra el reloj

Terminas de concentrarte con esos últimos cinco segundos en los que sincronizas tu cuenta atrás con la del juez de salida. Atrás, como la cuenta, ha quedado el calentamiento, marcado por un cansancio que comienza a ser crónico, por unos músculos reticentes a desperezarse. El juez levanta la mano y te desea suerte mientras la aguja del segundero comienza el movimiento que le llevará a marcar el primer segundo. La vía está libre.

La rampa de lanzamiento te invita a que seas el próximo en arrojarse por ella con valentía a la lucha en su estado más puro. Y tú lo haces. Tensas la parte derecha del cuerpo, mientras inconscientemente inclinas la bicicleta -cuestiones de equilibrio-.

Sientes el primer dolor, intenso, pero sabes de sobra que no será nada comparado con la ración que tienes hoy preparada.

Mientras, el tubular, comienza su movimiento circular que deberá, seguro y firme, mantenerte en contacto con el asfalto. El neumático se arrastra pesadamente por el primer centímetro de parquet, y comienza a cruzar esa raya coloreada que delimita la frontera entre el relax nervioso (sí, esto existe) y el sufrimiento.

Al mismo tiempo, el dolor comienza a desplazarse al lado izquierdo de tu cuerpo; destensas unos músculos para trasladar la tensión a otros, agonistas y antagonistas, todos con el único fin de provocar el movimiento. Comienzas a sentirlo, el empleo de tu fuerza comienza a dar sus frutos. Observas como la rueda delantera alcanza el desnivel, y sientes de repente como la inercia del peso de tu cuerpo te arrastra hacia el nivel del suelo.

Alcanzas el asfalto, das la primera pedalada completa, y ya está, no hay nada más, tú contra tí mismo; tú, la carretera, y todo el tiempo del mundo en tu contra.

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