Castilla del Pino
Cada lector guarda una academia andante, un palacio ideal con sus sillones repartidos por el voto del azar y de la admiración. La memoria, que es la parte más pluriempleada de los seres fabricados por el tiempo, trabaja también de bibliotecaria, y va rellenando fichas con una letra cuidadosa, pero sometida al carácter indisciplinado de sus caprichos. Soy de los que opinan que, en materia de recuerdos, las leyes de la fantasía son mucho más certeras que los cálculos de la razón. La memoria se esfuerza en buscarnos un cómplice interior, alguien capaz de comprender esa banda inestable de manías, amores y decepciones que pasea nuestro nombre por el mundo. Sin darse cuenta de su significado, la bibliotecaria concienzuda trabaja todas las mañanas en una mesa que es un bosque de vasos de agua con rosas cortadas. Anota con exactitud los nombres, los títulos, las editoriales y las fechas, sin adivinar que la tinta y el papel corren por un sendero de indisciplina. Hay fichas que amarillean y desaparecen por el sumidero de los cambios de piel, hasta acabar en el almacén de las basuras o en la escotilla por donde nos vamos librando de lo que ya no somos. Otras fichas hacen un pacto con el diablo de la vida, y son rosas cortadas que no se marchitan nunca. Adaptan su letra, con claridad renovada, a nuestros estados de ánimo, nuestros años y nuestras opiniones, hasta el punto de que forman una academia ideal, el sedimento vivo de cada lector.
Carlos Castilla del Pino tiene un sillón en mi academia ideal desde que lo conocí cuando empecé a estudiar en la Universidad de Granada. Da gusto hablar con él, leerlo, seguir el curso de su sabiduría y sus argumentos. Alguna gente cruza la vida sin seguridades ni dogmatismos, porque no tiene ninguna opinión que defender. Otra gente tiene muchas opiniones, pero las defiende con el dogmatismo de los iluminados y los profetas. Pocas veces se encuentra uno con sabios como Carlos Castilla, dueño de sus opiniones, protagonista de una seguridad dispuesta a calibrar, a diagnosticar, incluso a decidir, pero alejándose de cualquier dogmatismo. La seguridad de Carlos Castilla, esa certeza con la que habla y con la que escribe, no es nunca arrogante, ni se impone a golpes de principios fundamentales e intocables. Se trata de la opinión de alguien que ha aprendido a conocerse, y que sabe mirar a los demás, llamando a las cosas por su nombre cuando se trata de poner las cartas sobre la mesa. Las verdades a medias son una selva en la que suelen refugiarse demasiadas sombras, toda una tropa de estafadores y de cortesanos. Por eso la certeza puede ser una forma de pudor intelectual.
Ahí están sus libros y su magisterio. Carlos Castilla es un rojo, fue un antifranquista. El pretérito imperfecto de nuestro país hizo de la sabiduría un asunto difícilmente separable de la búsqueda de libertad, porque el pensamiento estaba condenado al olor de las sacristías, a las redacciones humilladas y a las oficinas del vuelva usted mañana. A muchos escritores, intelectuales y economistas rojos se los llevó el viento de las coyunturas. Pero los libros de Carlos están ahí, sostenidos por un rigor intelectual que no envejece y que ocupó hace años un sillón en la academia ideal de sus lectores.
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