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El nacimiento de la Corte Penal Internacional

Ayer, 1 de julio de 2002, entró en vigencia oficial la Corte Penal Internacional (CPI), también conocida como Tribunal Penal Internacional (TPI). Su puesta en marcha se produce con arreglo a lo establecido por el Estatuto de Roma de 17 de julio de 1998, que regirá su funcionamiento y jurisdicción.

Sin embargo, este importante alumbramiento -que apoyamos enérgicamente, pese a sus limitaciones- se produce en medio de una serie de objeciones y de argumentos adversos, formulados por ciertos sectores cuyos integrantes oscilan entre aquellos que ansían conservar la impunidad territorial que siempre tuvieron (y que ahora ven amenazada) y aquellos otros que, desde una óptica extrañamente garantista, dicen ver en este instrumento la imposición de unos módulos culturales supuestamente universales, pero que -a su juicio- no lo son en realidad.

'Eso que ustedes llaman justicia universal no tiene nada de universal', dicen algunos. 'De hecho, sólo es, o pretende ser, una abusiva imposición sobre el mundo entero de los valores de la actual cultura occidental. Y eso que llaman Corte Penal Internacional no es otra cosa que el intento de juzgar a los dirigentes de unos pueblos con arreglo a los criterios e intereses de otros, de diferente historia y base cultural. ¿Qué escala de valores es ésa según la cual se pretende establecer esa Corte Internacional para imponer esa supuesta justicia universal? ¿Por qué no se respetan los patrones morales y culturales de otros pueblos, con sus propios conceptos de la justicia y de la moral social? ¿Es que cada colectividad humana no tiene derecho a su propia escala de valores, a su propia filosofía, a su propia religión, a sus propias doctrinas, a su propia moral, a su propia justicia? ¿Quiénes somos nosotros para imponer nuestro propio baremo de valores a otras colectividades, sin respetar sus propios patrones culturales?'.

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El planteamiento resulta claro, e incluso, en apariencia, coherente: debemos respetar las peculiaridades culturales ajenas, por muy desagradables que nos resulten. Pero veamos los mortales resultados de esta coherencia (recordemos que una teoría, con su práctica, puede resultar tan coherente como mortal de necesidad). Observemos, en efecto, un par de realidades históricas, ambas correspondientes al siglo XX y ambas sumamente ilustrativas de cuáles serían las consecuencias de una defensa a ultranza de las peculiaridades culturales de cualquier tipo. Un par de casos paradigmáticos, demostrativos de la imperiosa necesidad de poner límites -mediante un baremo, por mínimo que sea, de valores asumidos como universales- a las criminales aberraciones que ciertos tipos de 'cultura' son capaces de infligir a la humanidad.

He ahí, como primer ejemplo, el caso de la cultura nazi. Ésta, con arreglo a sus propios patrones culturales (su filosofía, su doctrina, su concepto de la justicia, su propia moral y su peculiar escala de valores) consideraba justa y necesaria la eliminación física de ciertas razas, y también de otras categorías de seres humanos. Si aplicamos a la cultura nazi el principio del 'respeto a la peculiaridad cultural' nos encontramos inmediatamente con la siguiente línea argumental: ¿es que el régimen nazi, la cultura nazi, la enorme parte del pueblo alemán que seguía a Hitler con entusiasmo asumiendo los patrones culturales del nazismo no tenía derecho a tener y practicar su propia cultura, su propia doctrina, su propia escala de valores? Si aquella nación, aquel régimen, aquel Estado habían asumido como propios los patrones culturales hitlerianos del Mein Kampf y habían edificado su propia teoría y práctica del derecho sobre el concepto jurídico de que 'El judío no es un ser humano, y por tanto está fuera de la ley' (célebre dictamen literal del magistrado Walter Buch, juez supremo del Partido Nacionalsocialista), si sus patrones culturales eran éstos y no otros, ¿quiénes somos nosotros para criticarlos? ¿Qué derecho tenía en aquellos años el resto de la humanidad para interferir o para oponerse a la práctica de tales manifestaciones culturales, doctrinales y sociales, por más que nos parecieran incorrectas e incluso abominables? Conclusión: ninguno de los responsables nazis debió ser juzgado ni castigado. El Tribunal Internacional de Núremberg fue un engendro que no respetó la peculiaridad cultural. Lo correcto hubiera sido -según esta teoría garantista de la peculiaridad- respetar sus patrones culturales, aunque estuvieran basados en la superioridad aplastante de la raza aria sobre la raquítica inferioridad de las demás razas, sin atreverse a juzgar nunca a aquellos dirigentes nazis según otros patrones culturales ajenos -qué incorrección y qué falta de respeto-, por mucho que sus criterios morales y culturales nos disgustaran, y por más que los nuestros nos parecieran dignos de aplicación universal.

El segundo ejemplo de obligado recuerdo es el caso de Camboya en la década de los setenta. La cultura de los Jemeres Rojos que prevaleció en aquel país (la actual Kampuchea) en aquellos años incluía entre sus patrones culturales más notables la convicción de que había que crear una sociedad agraria sumamente primitiva, que rechazaba los avances tecnológicos y que requería el vaciamiento de las ciudades, así como -sobre todo- el exterminio de las personas con estudios -maestros, economistas, periodistas, técnicos de todo tipo, etcétera-, así como de aquellas otras personas -comerciantes, oficinistas, etcétera- que servían de soporte a formas de vida urbanas y que, según aquella cultura, era preciso extirpar. Se trataba de una rama delirante del maoísmo, que, bajo la dirección del desalmado líder Pol-Pot, trataba de imponer una sociedad extremadamente igualitaria, primitiva y de un oscurantismo medieval. Aquellos 'patrones culturales' exigieron y trajeron como consecuencia el exterminio de 1.700.000 personas entre 1975 y 1979, la cuarta parte de la población del país. La inmensa mayoría de los asesinatos se ejecutaron en tremendas matanzas colectivas con arma blanca, con largas filas de personas tendidas boca abajo, que eran degolladas una por una, o bien golpeadas con martillo en la nuca al borde de largas zanjas que las propias víctimas eran previamente obligadas a excavar, para convertirse en su fosa común. A su vez, cientos de miles de camboyanos morían de hambre y enfermedades en terribles campos de concentración, en cuyas explotaciones agrícolas eran obligados a trabajar hasta la muerte en condiciones inhumanas, como parte del exterminio planificado. Todo ello como resultado de unos determinados 'patrones culturales' que exigían ese tipo de actuación. Cierto que todo esto nos parece feo a los occidentales, pero -según la línea argumental del respeto a la peculiaridad cultural-, ¿quiénes somos nosotros para juzgarles si estas actuaciones formaban parte de su cultura? ¿Qué derecho tenemos a aplicarles nuestro baremo de valores si ellos tenían el suyo propio?

Conclusión de esta extravagante teoría aplicada al futuro: cuando una colectividad, un pueblo, una nación o una raza empiece a perpetrar inmensos crímenes actuando con arreglo a sus 'patrones culturales' -como ya ha sucedido en ocasiones históricas-, el resto de los pueblos, el resto de la

humanidad, debería respetar su actuación, no hacer nada por impedirla y no pretender en absoluto castigar a los autores de tales crímenes. Incluso si nosotros pudiéramos ser las próximas víctimas. Todo sea en aras del respeto a la peculiaridad cultural de cada cual. ¿Cómo vamos a invocar un concepto de justicia universal para juzgar unas acciones que son el fruto de una determinada cultura ajena, con arreglo a los valores de otra, por más que esta otra sea la nuestra? ¿Cómo nos atrevemos a decir que nuestra escala de valores, incluida nuestra Corte Penal Internacional, tiene carácter universal, y que por tanto debe prevalecer sobre los valores morales y sociales de esas otras culturas, que deberían ser respetadas tanto si nos gustan como si no? He aquí el planteamiento -más bien la pose' estética- de este ciego garantismo, supuestamente cultural y supuestamente moral.

La trágica experiencia nos muestra que el respeto a las peculiaridades culturales debe tener sus límites. Entre otras cosas, porque nos va en ello la vida y la libertad. Respetemos las peculiaridades culturales de todo el mundo, por raras y ajenas que nos parezcan, como manifestaciones legítimas de la riqueza cultural de la humanidad. Pero cuando esas peculiaridades entran a saco en lo más sagrado del ser humano -como es el derecho a no ser torturado, a no ser mutilado, a no ser violado, a no ser gaseado o lapidado, a no ser tratado en forma inhumana o degradante- entonces ese respeto puede y debe ser arrojado a la basura por una humanidad dispuesta a defender su dignidad. En otras palabras: resulta imprescindible la existencia de ese baremo -por mínimo que sea- de derechos irrenunciables, válido por encima de las fronteras, las culturas y los regímenes, que no puede ser atropellado impunemente, ni siquiera invocando el respeto debido a la peculiaridad cultural. Precisamente para esto, para hacer frente a estos y otros atropellos, nace -aunque todavía limitada e imperfecta- la Corte Penal Internacional.

Somos tolerantes, pero no imbéciles. Somos defensores de los derechos humanos, pero -por ello mismo- negamos que nadie pueda incluir entre sus derechos el de torturarnos, ni el de reducirnos a esclavitud, ni el de conver-tirnos en carne de horno, por mucho que sus 'patrones culturales' se lo permitan o se lo impongan. No estamos dispuestos a que nadie nos conduzca -como mansos rebaños camino del matadero- hacia los antros de la tortura, la fosa común o las cámaras de gas. Hasta ese punto no debe llegar nuestro respeto a la peculiaridad cultural. He aquí uno de los conceptos básicos que propugnamos como integrante del principio de justicia universal, y una de las máximas justificaciones de su principal instrumento: la ayer nacida Corte Penal Internacional.

Prudencio García es investigador del INACS y consultor internacional de la ONU.

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