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Columna
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Sombra de una duda

Elvira Lindo

Tal vez sea un ejemplo de madurez democrática el que las luchas internas de un partido se hagan públicas o, por decirlo mejor, que la competición por el poder no comience en el momento de la campaña electoral, sino antes, entre los mismos de tu clase, a los que uno puede desacreditar o sobre los que puede ironizar sin que se resientan los cimientos del partido ni la confianza del votante. Al menos eso es lo que nos llega de otras democracias, como suelen recordarnos, más consolidadas, poniéndonos el ejemplo de Estados Unidos. La ley sería: el candidato debe estar en pie de guerra antes de que empiece la guerra abierta, porque desde su mismo bando se la pueden jugar. Es como una especie de entrenamiento casero de lo que le espera en la calle. No cabe duda de que tiene su lógica dentro del juego democrático: los partidos no pueden pretender hoy en día tener una unidad absoluta de pensamiento que no permita disidencias. Pero como en todo, hay otra forma de ver las cosas: ni el temperamento americano es el mismo que el nuestro ni hay por qué creer en la perfección de las democracias consolidadas. Tengo la sospecha de que el votante español tal vez no esté nunca preparado para contemplar el espectáculo de los debates internos: por un lado, puede considerar que los trapos sucios se lavan entre los militantes; y por otro, las pullas entre posibles candidatos de un mismo partido, en vez de alentar el debate público, pueden generar la sombra de la duda no sólo menoscabando la confianza que uno tiene en los candidatos, sino en la ideología que dicen representar.

Me viene esto a la mente cuando estamos (así nos lo dan a entender los políticos madrileños) en las vísperas de unas elecciones locales en las que, por primera vez (dicen), hay esperanzas de que el signo político de nuestro Ayuntamiento cambie. Digamos que quien esto escribe estaría entre los partidarios de este cambio, entre los votantes de ese cambio. No sé si considerarme demasiado primitiva (joven educada en la transición de la dictadura a la democracia), pero el caso es que me sorprendió, me inquietó, escuchar las palabras del ex presidente de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina sobre Trinidad Jiménez. En esos momentos yo no conocía a Jiménez más que por su sonrisa, y lo que vino a decir Leguina es que lo mejor de Jiménez eran sus dientes, o sea, su sonrisa, o sea, que detrás de la sonrisa había poco. Dado que Leguina siempre me ha parecido un hombre inteligente y con una ironía nada común entre los políticos, que suelen ser bastante romos y tener muy poca gracia, tuve la tentación de creerle, pero mi natural retorcido y escéptico (España y yo somos así) me hizo darle otra vuelta de tuerca al asunto: si es verdad que Leguina vale verdaderamente mucho más que Jiménez, por qué su partido no lo elige a él; si es verdad que, como dijo Leguina, él no conocía a Jiménez mucho más que yo (sólo la sonrisa), cómo se atrevió a aventurarse públicamente en hacer un juicio de valor en el fondo (aunque educadamente) tan negativo; y por último, cómo es posible que personas tan relevantes, una y otro, de un mismo partido, que viven y que hablan de la misma ciudad, no se conozcan, no hayan intercambiado siquiera alguna idea política.

El atónito votante socialista se ha acostumbrado -a la fuerza ahorcan- a que los socialistas sean distintos según la comunidad autónoma a la que pertenezcan, demostrándonos que eso de la ideología es algo trasnochado, que no hay voluntades comunes y lo que hay que hacer es disputarse el poder intentando halagar a la mayoría de los votantes posibles, aunque en ese halago se nos vaya parte de nuestra honradez ideológica.

A unos meses de las elecciones, que se hacen cortos porque los candidatos ya se han colocado en el callejón de salida, el votante de izquierda, de los partidos de izquierdas, desea votar con cierta ilusión. Ha exagerado tal vez la gloria del pasado de la izquierda del Ayuntamiento; es normal que con el tiempo sólo se recuerde lo bueno, la idea de un Madrid floreciente culturalmente, y se ha olvidado de otros aspectos no tan positivos, pero con lo que cuenta hoy la izquierda es con aquella ilusión. ¿Es posible votarles sin pensar, sin que nos hagan pensar, que los que mandan en sus partidos son líderes de tercera?

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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