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Columna
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Democracia sin demócratas

Josep Ramoneda

Ralph Dahrendorf sigue predicando la mala nueva que nadie quiere escuchar: la democracia está en peligro. Su última llamada de atención tiene la forma de un libro entrevista con Antonio Polito, donde reitera la necesidad de pensar en términos de posdemocracia, en un nuevo sistema -más allá de los límites de los estados nación clásicos- que permita garantizar una respuesta adecuada a las que, desde Popper, son las tres preguntas clave que definen la democracia: ¿Cómo podemos producir cambios en nuestras sociedades sin violencia? ¿Cómo podemos controlar a aquellos que están en el poder de forma que estemos seguros de que no abusan? ¿Cómo puede el pueblo -todos los ciudadanos- tener voz en el ejercicio del poder?

Puesto que, como Michel Foucault explicó mejor que nadie, el poder además de estructural es productivo, Dahrendorf, para no dar una visión simplemente resistencial de la democracia, reformula las preguntas en positivo, aun a riesgo de perder precisión: ¿Cómo los deseos y aspiraciones de los pueblos pueden traducirse en acciones y, por tanto, realizarse? ¿Cómo se puede construir este proceso de manera que se produzca una representación eficaz de aquellos deseos y aspiraciones (los partidos), y una discusión correcta acerca de los problemas (el Parlamento), que conduzca a extraer conclusiones (legislación)? ¿Cómo pueden los que ejercen el poder (gobiernos) llegar a ser capaces de tomar la iniciativa que produce la acción? Para que el sistema democrático funcione no basta un remoto principio de soberanía popular ni una simple renovación de legitimidades a través del voto cada cuatro años, es necesario que las preocupaciones de la ciudadanía encuentren cauces no sólo para la expresión, sino también para la acción; que se creen territorios comunes -espacios públicos- en los que se configuren la opinión y la discusión que han de conducir a la toma de decisiones; y que unos gobiernos responsables, con criterio -el que no tenga criterio que no gobierne-, actúen y den cuenta de sus actos. Todo esto no es evidente en las democracias actuales, que cuentan con unas élites ensimismadas, conducidas por el principio de que no hay alternativa.

Pero ¿cuáles son, en concreto, los enemigos que amenazan la democracia? Una nueva clase global, cosmopolita y potente, que intenta eludir las instituciones tradicionales de la democracia e ignora los límites puestos por la política democrática nacional. El regionalismo que desafía a los valores del orden liberal al querer reemplazar los estados nación heterogéneos por estados étnicos subproducto del proceso de globalización. Y determinadas organizaciones internacionales, sin legitimidad democrática, que toman decisiones siempre escoradas a favor de los intereses del poder financiero y al margen de los estados nacionales.

La democracia encontró su marco óptimo en el estado nación moderno. En él se daba la correlación entre comunidad y poder necesaria para que el sistema funcionara. Pero la toma de decisiones emigra del ámbito de los estados nacionales, y escapa, por tanto, al control político. Este cambio de terreno de juego ha debilitado enormemente las instituciones intermedias: los parlamentos y los partidos, cada vez menos capaces de cumplir adecuadamente el papel de representación. Es el terreno abonado para los demagogos, los populistas de la antipolítica, como Berlusconi (y en muchos aspectos Blair, por quien Dahrendorf siente muy escasa simpatía), que 'utilizan al pueblo contra los derechos del pueblo'. Aznar ha pescado mucho en estos caladeros.

Los cambios originados por el proceso de globalización generan nuevas desigualdades. Como dice Dahrendorf, los nuevos pobres no son necesarios para la nueva clase global como lo eran para la burguesía en la revolución industrial. La política se oligarquiza. Pero el peligro no está en el retorno de las viejas formas totalitarias, sino 'en la democracia sin demócratas', en la combinación entre autoritarismo y apatía. Los gobernantes tratan de asumir decisiones sin demasiados controles, en presencia de un pueblo fundamentalmente desinteresado. El autoritarismo fomenta la debilidad de las instituciones 'creadas para protestar' como los parlamentos, los partidos de oposición o los medios de comunicación independientes. Todos tenemos ejemplos cercanos de lo que Dahrendorf está explicando.

¿Es Europa la solución? Aparece el Dahrendorf euroescéptico, partidario de las políticas nacionales mientras no tome cuerpo un nuevo demos que garantice una posdemocracia democrática. Europa se ha convertido 'en la única utopía política superviviente' para la izquierda. La derecha necesita enemigos; por eso era europeísta mientras existió la Unión Soviética. La izquierda siempre ha echado de menos las utopías. Y aunque a Dahrendorf no le guste, si algún día cuaja una identidad europea, será frente (que no quiere decir contra) a Estados Unidos. Por lo menos, si hay voluntad suficiente para ser potencia de equilibrio.

Dahrendorf reitera y precisa su negro diagnóstico sobre el futuro de la democracia, pero las posibilidades de una posdemocracia democrática -superado el marco natural del estado nación- siguen siendo oscuras, más allá de cierto voluntarismo. De momento, el nuevo autoritarismo tiene nombre: democracia sin demócratas.

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