Última fábula
Supongamos que Bill Gates decide darse el capricho de elaborar por ordenador un modelo de equipo capaz de ganar la final del Campeonato del Mundo. Y, aún más, supongamos que el mismo día, a la misma hora y con el mismo propósito su colega el rey Midas logra reunir alrededor de una mesa a varios de los entrenadores más prestigiosos del momento. Con toda seguridad los doctores pedirían un portero sobrio y ágil, unos defensas grandes y rápidos, unos centrocampistas resistentes y activos, algún delantero con margen de maniobra y algún fornido goleador capaz de fijar a los centrales del equipo contrario. A continuación irían un paso más allá: hablarían de las excelencias del futbolista polivalente, un tipo que tiene el oficio necesario para interpretar con corrección el juego en distintas posiciones, y pondrían una condición inexcusable: la de que los chicos fuesen disciplinados. Es decir, obedientes.
En la sobremesa, mientras el ordenador de Gates siguiera buscando la solución al problema con el manual del colegio de entrenadores convenientemente grabado en la memoria de su disco duro, los expertos habrían desautorizado toda la fauna de jugadores vistosos, esos individuos con propiedades magnéticas cuya única virtud reconocida consiste en su facilidad para llenar los estadios. Cierto famoso entrenador italiano, capaz de acabar con la cabaña de cerdo ibérico si le dieran una auténtica oportunidad, diría que odia a esos artistas de circo que se hacen pasar por atletas, y a partir de ese momento sus colegas fulminarían por riguroso orden alfabético la nómina de figuras del mercado mundial. Sin duda desollarían vivo a ese chico que hizo un par de bicicletas en un partido de cuartos de final, mandarían al paredón a todos los chupones que con el pretexto de la habilidad se permiten el atrevimiento de enganchar tres o cuatro recortes seguidos y, cómo no, prohibirían los caños, las rabonas, los taconazos, los sombreros, las vaselinas, las pisadas, los toques con el exterior del pie y cualquier otro lujo catalogado hasta la fecha por los cronistas más frívolos del periodismo mundial.
Sin darse cuenta, a la tercera copa habrían anulado el gol ojival de Pelé en Suecia, el gol arabesco de Maradona en México, los goles pirotécnicos de Ronaldo, los goles acrobáticos de Cruyff, los regates curvos de Romario, el doble latigazo de Garrincha y, por razones de seguridad, tres cuartas partes de la historia de los campeonatos mundiales: todo eso que los espectadores, esos excéntricos sujetos que mantienen al entrenador de turno, consideran verdaderamente memorable.
Por fin, el ordenador de Gates compondría la foto robot de la Selección ideal, fichas antropométricas incluidas. Sin duda, los entrenadores la harían suya inmediatamente.
Luego, al mirarla de cerca, reconocerían, puesto por puesto y cara por cara, la Selección alemana de Rudi Voeller.
Para entonces tendrían la Selección de Brasil, ese equipo cuyos jugadores tienen el defecto común de ir siempre demasiado lejos, en el cubo de la basura.
Y, con ella, la Copa del Mundo.
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