Por Sifo
Ésta es mi primera columna veraniega. Ocurre siempre lo mismo. Por estas fechas todo suena a despedida. Acaban sin remedio esos ciclos que arrancaron en septiembre con la inercia de la costumbre. Se terminan las ligas deportivas, las clases académicas y los programas culturales. Se impone un tiempo de ocio que divide la actividad humana en dos partes claramente diferenciadas: el antes y el después de las vacaciones, esa primera mitad que tiene espíritu de viernes, de esperanza y de preludio porque anuncia días de solaz y descanso, y ese amargo después con regusto a tarde de domingo y a regreso insalvable. El pasado sábado lo viví muy de cerca. Nos juntamos unos cuantos amigos en la casa de Juan Carlos e Isabel, en pleno campo, bajo un sol justiciero y la sombra azul de una lona que aliviaba débilmente los rigores de junio. Fue un encuentro para celebrar algo así como el final de la temporada deportiva de nuestras hijas y los éxitos del equipo de baloncesto del C.B. San Blas, pero en el fondo se trataba de una cita con sabor a despedida verdadera. Allí estaban Alicia y Alberto, Javier y Paloma, Octavio, Isabel, Santiago, Paca, Juan Miguel, Mª José, Ángel, Charo, Antonio, Isabel, María Antonia y una pléyade entrañable de niños y adolescentes que llenaron la tarde y la mañana de ombligos al viento y chapuzones de agua fría.
Pesaba sobre todos la injusta derrota de la selección española, pero también una idea íntima de adiós desgranada en el aire, disuelta en los objetos, en el fondo de ese vaso de cerveza que apuramos contra el calor y que nos supo diferente. A cierta edad, uno sabe que la amistad nunca fue un bien eterno, que nada es del todo para siempre y que el placer de esa camaradería improvisada tiene la misma fecha de caducidad que un vino descorchado. No sé cuándo la vida nos juntará de nuevo. Nuestras hijas emprenderán una aventura que nos llevará tras ellas allá donde vayan. Y ese sábado de asueto y emoción resultará tan irrepetible como el brindis que alzamos por nosotros, por Casillas y Camacho, por Joaquín y hasta por Sifo, ya saben, el santo de los buenos ratos al que conviene encomendarse en los momentos de intensa melancolía.
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