Alemania da carpetazo a un sueño
Ballack despierta a la realidad a Corea del Sur y a su febril hinchada en la única oportunidad germana del partido
Con los alemanes no hay sueños que valgan. Hay algo en su carácter que les impide cualquier tipo de concesión romántica. Digamos que cultivan los valores de la eficacia con tanta intensidad que no admiten distracciones, ni se permiten debilidades. En la única oportunidad que tuvieron en el partido, Ballack ultimó a Corea del Sur y a su febril hinchada, que se despertó a la realidad.
La semifinal tuvo una brillante coreografía y deportividad, pero el juego resultó deprimente
Pocas veces un equipo ha protagonizado la clase de historia de los coreanos, a cuya milagroso recorrido por la Copa del Mundo se ha añadido un país entero. Durante un mes, lo que parecía imposible se convirtió en improbable y luego en real. De repente, la gente se sintió con el derecho a fabular con la posibilidad del gran desafío, la final y todo eso. Pero llegó Alemania y les bajó al suelo. Suele ocurrir. Ninguna selección es tan categórica para ponerte de frente a las miserias de la vida. Una derrota, por ejemplo.
Es muy posible que Alemania tenga el peor equipo de los últimos 40 años. El país de Fritz Walter y Rahn, de Beckenbauer y Overath, de Schuster y Rumenigge, ha declinado poco a poco hasta caer en la caricatura. Parece que necesita estar a la altura del tópico que se ha instalado en su fútbol: grandes, fuertes, simples, tenaces. Pero sin un gramo de fútbol. Sólo dispone de un jugador de primera línea. Es Ballack, principio y fin de la selección alemana. El resto le complementa en mayor o menor grado, pero sin ninguna grandeza. Schneider es un interesante futbolista, pero es difícil pensar en él como titular en alguno de los equipos alemanes que hicieron historia. No hay duda tampoco de que Klose es un excelente cabeceador, pero nada más. Los demás son alemanes. Nada más. A pesar de su triste paisaje, Alemania vuelve a otra final, la sexta desde 1966. Desde luego, no iba a dejar pasar la oportunidad, por limitado que sea por fútbol. Le bastó una ocasión.
El partido tuvo un gran escenario, una brillante coreografía y una asombrosa deportividad. El celofán fue estupendo, pero el juego resultó deprimente. Puede que en estos tiempos valga más lo accesorio que lo fundamental, y que a nadie importe la calidad del fútbol, pero es decepcionante que la mayor competición del mundo no logre identificar el verdadero talento. La primera lectura del Mundial está relacionada precisamente con la evaporación de lo diferente, es decir, de las estrellas, de los jugadores distintos, de aquellos que representan la excelencia. ¿Qué jugadores han alcanzado esta cota en la Copa del Mundo? Ninguno. Ya sólo quedan detalles; y pronto, nada.
Ha pasado el tiempo en que el Mundial señalaba a tres, cuatro, cinco jugadores, como referencia a escala planetaria. Pelé, Didí y Garrincha en el 58; Garrincha y Masopust en el 62; Charlton, Beckenbauer y Eusebio en el 66; Jairzinho, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelino en el 70; Cruyff, Van Hanegem y Luiz Pereira en el 74; Kempes, Pasarella y un puñado de holandeses en el 78; Platini, Tigana, Boniek, Sócrates, Falcao, Zico, Conti y Scirea en el 82; Maradona en el 86. Así eran los Mundiales, así se cribaba el fútbol, así se determinaba quiénes tenían derecho a proclamarse estrellas indiscutibles de su generación. ¿Quiénes son ahora? ¿Figo, Beckham, Totti? ¿Qué se ha sabido de ellos? Nada. Y de los demás, ninguno alcanza ese valor sagrado de los que marcan épocas. O Ronaldo regresa al planeta donde habitaba antes de su lesión, o el fútbol tendrá que aceptar su mediocre estado.
Todo esto quedó reflejado en la semifinal de la Copa del Mundo, nada más y nada menos. Es imposible remitir el partido a la categoría de suceso futbolístico. Prevaleció lo accesorio, que también cuenta, pero el fútbol quedó desacreditado. Pero la mediocridad no sorprendió. Fuera de Ballack, no había en los dos equipos nadie capaz de regatear a nadie. Y como la figura de Ballack alcanza una dimensión estelar en semejante erial, pareció lógico que Hiddink le destinara un marcador durante todo el encuentro. Yoo le persiguió con una terquedad infinita durante todo el encuentro, fuera donde fuera, con el balón o sin él. Le selló irremediablemente: Ballack no tocó otra pelota que la del gol. Hasta para eso es diferente. No había sucedido nada antes -apenas un remate de Lee Chun que desvió Kahn en el comienzo del encuentro-, ni sucedió nada después. Esa jugada se salió del carril: un contragolpe bien ejecutado por Neuville en una de las pocas ocasiones en que la defensa coreana no estaba bien armada. Desde atrás, llegó Ballack, siempre temible cuando se descuelga, y remató primero con la derecha y luego, tras el rechace del portero, con la izquierda. Todo lo demás fue de una mediocridad abrumadora. Pero a los alemanes les importa poco. Ellos están en otra historia.
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