La fatalidad debilita
El fútbol español tiene la rara cualidad de encontrar excusas que suenan muy reales, y hasta lo son. No hay derrota o decepción que no tenga perfectamente identificado el culpable. La lista es larga: el error de Cardeñosa frente a Brasil en el Mundial 78; el penalti que falló Eloy en México 86; la esquiva de Michel al tiro libre de Stojkovic en Italia 90; la ocasión de Julio Salinas ante Pagliuca en Boston; el mortal despeje de Zubizarreta frente a Nigeria en Francia 98; el viboreo del árbitro en el duelo con Corea. Todo es cierto, ha sucedido, ha significado un drama para España, sirve a la vez como frustración y consuelo. Resulta más sencillo determinar un suceso y explicar las decepciones a partir de él. Pero tanta terquedad en la coartada obliga a pensar que el victimismo invita a la derrota. La cruda realidad es que España sólo ha alcanzado las semifinales en una ocasión (1950), nivel que posteriormente han alcanzado, entre otros Portugal, Bulgaria, Polonia, Croacia, Corea del Sur y Turquía. Checoslovaquia hizo más: llegó a la final de 1962. Y Suecia ha sido subcampeona en 1958 y semifinalista en 1994. Algunos de estos países tienen alguna tradición en el fútbol; otros, ni eso. Pero su protagonismo ha sido superior al de España.
España prefiere justificarse a afrontar la realidad de espléndidas generaciones perdidas
La fatalidad no puede explicar medio siglo de frustraciones. O quizá la excesiva atención a la fatalidad produzca efectos perversos. Da la sensación de que España prefiere justificarse antes que afrontar la realidad de varias espléndidas generaciones perdidas. Durante los últimos 50 años, la selección ha contado con jugadores de talla incontestable: Di Stéfano, Luis Suárez y Gento fueron la envidia de su tiempo; Iríbar, Amancio y Pirri eran alguien en los años sesenta y comienzos de los setenta; Juanito, Gordillo, Maceda, Goikoetxea, Camacho y Santillana precedieron o coincidieron con la Quinta del Buitre; Guardiola, Kiko y el resto de campeones olímpicos de Barcelona se añadieron a los mejores Hierro, Caminero, que no eran poca cosa en su apogeo. Ni el azar ni las leyes estadísticas han amparado a todas estas espléndidas generaciones, y sí lo han hecho con Turquía, Croacia o Bulgaria, por citar a tres sorprendentes semifinalistas en las últimas ediciones del Mundial. No es posible. En algún momento de su larga trayectoria España debería hecho saber al planeta la potencia de su fútbol, como ha sucedido repetidamente con sus equipos, que casi nunca se ven envueltos en cuitas fatales, quizá porque están más decididos a ganar que a justificarse. Pero si lo que predomina es la cultura del victimismo, será más fácil ejercer de víctima que de convencido ganador. Con todo el derecho que tiene la selección a sentirse perjudicada por el arbitraje, al equipo se le vio más firme en la queja que en su determinación para imponer su autoridad sobre Corea del Sur. Es como si España no pudiera resistirse a la debilitante obsesión por la fatalidad. Lo necesita. Ahora ya se siente legitimada para proseguir la misma ruta hacia el drama: el próximo Mundial nos espera.
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