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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Detengan a ese tipo

En una inolvidable reunión de aficionados al fútbol, un erudito recomendó cierto libro de profundo contenido antropológico. Más o menos, se titulaba así: Las razones que llevan a un hombre a ser juez de línea. Nadie prestó demasiada atención al consejo, pero dicho ensayo revelaba algunos de los códigos con los que podríamos entender el comportamiento de una de las grandes figuras del Mundial. No me refiero a Ronaldinho, el hombre de los goles telescópicos, ni a Christian Vieri, el hombre de los goles milimétricos, ni a Michael Owen, el hombre de los goles ultrasónicos; me refiero a Michael Ragoonath, el sujeto que se encargó de administrar la banda derecha en el partido España-Corea.

Tal día como ayer, una tercera parte de la humanidad comprometía su sistema nervioso ante el televisor. Un número incalculable de insomnios, depresiones, taquicardias y ataques de hipo se sumarían así a las decenas de millones de dólares, euros, piastras y otras monedas de curso legal que el espectáculo ponía en juego.

Pues bien, toda esa abrumadora concurrencia estaba haciendo el canelo, puesto que el desenlace no era sólo un dominio del azar y el cálculo infinitesimal; en realidad estaba en manos de un gracioso, oriundo de Trinidad y Tobago, del que únicamente nos han llegado algunas ambiguas referencias. Si tenemos en cuenta la situación corporal y la morfología del brazo con que sancionaba los incidentes del juego, podemos adelantar los siguientes datos sobre él: no es zurdo, no conoce el reglamento y tiene unos reflejos comparables a los del perro de Paulov. Cada vez que un balón ponía en peligro la portería coreana, arbolaba el banderín con la autoridad y la diligencia de un jefe de estación. Digamos ya que por este procedimiento birló dos goles irreprochables y un fuera de juego mortal de necesidad.

Nada indica, sin embargo, que la muñeca impaciente de esta criatura sea el extremo visible de una conspiración internacional, ni que esté conectada a un mando a distancia que alguien maneja desde el palco de autoridades. En el peor de los casos, el tal Michael, Ragoonath por parte de padre, forma parte de una conjura de necios. Probablemente es sólo un fuguillas, incapaz de cambiar una lámpara, a quien los linces de la FIFA, reyes del ácido úrico, gente impuesta en filetes a la brasa y colmillos de oro, le han entregado una bandera y una banda. Si le hubieran destinado a un portaaviones, todos los pilotos habrían acabado en el agua; convertido en guardia de tráfico habría podido conducir al caos a una ciudad como Tokio en un abrir y cerrar de ojos; si le hubieran encomendado señalar el desvío por obras en una carretera de montaña, todos los coches habrían terminado cayendo por el barranco: como diría Gila, ése es de los que leen el cartel que anuncia Bache peligroso y entienden Pase, saleroso. Esta vez, ya fuera para hacer patria o para hacer bulto, lo mandaron al Mundial.

Y lo peor no fue que nos hiciera perder el partido o la compostura. Lo peor fue que nos hizo perder el tiempo.

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