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Felices pioneros

Los jugadores estadounidenses afrontan el partido de Alemania en un clima de libertad absoluta en todos los aspectos

Santiago Segurola

Bruce Arena no es un hombre fácil. Intenso y con un punto arrogante, no parece del tipo que hace feliz a cualquiera. 'Ya sabes', dice Ridge Mahoney, 'responde a lo que se puede pensar de un neoyorquino: carácter fuerte y opiniones firmes'. Ridge Mahoney sabe más que nadie de los entresijos del fútbol en América. Tiene 48 años y desde 1972 trabaja para el venerable Soccer América, el semanario de la resistencia en un país que ha orillado al fútbol durante un siglo. Cuando nació en 1971, fue la primera publicación destinada a propagar la palabra de un juego que ha encontrado obstáculos casi insalvables para desarrollarse en Norteamérica. Mahoney descubrió el fútbol con la misma pasión y candidez que la mayoría de los americanos. 'Empecé de portero, sin tener ni idea de cómo se jugaba, simplemente me gustaba practicar un deporte. Pero en mi equipo había algunos muchachos de origen hispano que me enseñaron las cuestiones básicas. Luego no pude quitarme el veneno. No servía para jugar, pero podía difundir mi pasión a través del periodismo'.

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Mahoney es de San Francisco. Arena es de Brooklyn. Tampoco sabía nada del fútbol. En la Universidad de Cornell jugaba de portero en el equipo de lacrosse, un deporte de raíz nativa que se practica en algunas universidades del Este de Norteamérica. Con la mirada amplia que despliegan los estadounidenses por el deporte, Arena comenzó a jugar de portero en su universidad. Si a Ridge Mahoney le interesaba propagar la palabra del fútbol, a Arena le fascinaba destripar el artefacto. Se hizo técnico muy pronto. Un día recibió una llamada de la prestigiosa Universidad de Virginia para entrar en el departamento de deportes. Arena se ocupó de algunos de ellos, pero especialmente de levantar el programa del fútbol. Allí aprendió algo típicamente americano: a ser minucioso en los detalles de la organización. Permaneció 18 años como entrenador del equipo y ganó cinco título universitarios. Nada mal para algo que había surgido de la nada. Ahora es el seleccionador estadounidense y, en contra de lo que su áspero carácter indica, está muy interesado en que sus jugadores sean felices.

Arena sabe que sus chicos están satisfechos y pone todas las condiciones para que el ambiente esté presidido por la normalidad. 'No como hace cuatro años, en Francia, donde el equipo se acuarteló en un castillo en el campo. Parecía un campo militar. Las tensiones afloraron inmediatamente. Y no se puede hacer un equipo feliz con jugadores infelices', dice Mahoney. En contra de lo que pudiera pensarse, el equipo estadounidense vive en un céntrico hotel de Seúl, en un clima de libertad que desmiente muchas de las noticias sobre las exhaustivas medidas de seguridad que se habían establecido. Sí, hay un detector de metales en la puerta del hotel y probablemente haya ojos vigilantes en el amplio vestíbulo. Pero la vida de los jugadores es lo más parecido a la de cualquier ciudadano. Sus esposas y novias, por ejemplo, viven una planta más abajo. Aquellos otros familiares que les han acompañado, se alojan en un hotel situado a un kilómetro. Lo decidieron los propios jugadores por votación.

Alguna camarera asegura que es habitual escuchar el sonido de las guitarras en las habitaciones de los jugadores. Y las fiestas son bienvenidas. Son gente feliz. Un día los periodistas extranjeros le preguntaron a Bruce Arena por la diferencia con la selección italiana en el régimen de concentración. Italia, alojada en un valle, sin nadie en kilómetros a la redonda. Estados Unidos, en medio de una capital de once millones de habitantes. Naturalmente salió a la palestra el asunto del sexo. 'Bueno, nosotros somos americanos, no italianos. Agradecemos todo el sexo que podamos practicar', dijo Arena. Su tesis es que no se puede sacar a gente entre 20 y 30 años - 'en el apogeo de la vida'- de su entorno natural sin pagar un alto precio. 'Así son generalmente los deportistas americanos. Gente sin los prejuicios de los europeos, al menos en el fútbol. En Europa, las concentraciones son alienantes', dice Ridge Mahoney.

En el vestíbulo, el pelirrojo Jim O'Brien, suplente en el Ajax, charla con sus padres; Claudio Reyna, centrocampista del Glasgow Rangers, se dirige con su rubia esposa a los almacenes adyacentes; Joe Max lleva en brazos a su bebé; Mathis pasea su cresta cherokee con aire despistado; Llamosas, el defensa originario de Colombia, charla con su mujer. Luego llega Lewis, cargado de bolsas. Viene de compras, otro de los deportes más practicados por los futbolistas estadounidenses y sus familias. En ese vestíbulo, se produce la misma notable impresión que en el campo: un equipo mestizo, quizá más verdaderamente mestizo que la célebre selección francesa que ganó el campeonato del mundo. De los jugadores, sólo el caribeño Regis, natural de la Martinica, ha adquirido la nacionalidad a través del matrimonio con una norteamericana. Otros como Reyna, que llegó de Buenos Aires cuando era un niño, o Llamosas, once años en Estados Unidos, son un producto puramente norteamericano. Y genuinamente americano es encontrar un descendiente de irlandeses como O'Brien, con media docena de afroamericanos -desde el joven Beasley hasta el veterano Coby Jones- o con apellidos de origen italiano -Mastroienni- o alemán -Friedel, Fisher, Wolff-. Casi todos proceden de familias de clase media, de la América de los acomodados suburbios que traslada en furgonetas a sus niños para que jueguen al fútbol. 'Más que jugadores, son pioneros', concluye Mahoney. Como él, como Arena. Quién lo diría: estos pioneros se enfrentan a Alemania en los cuartos de final de la Copa del Mundo.

Clint Mathis sonríe mientras se entrena junto a su compañero en la selección estadounidense Davis Regis.
Clint Mathis sonríe mientras se entrena junto a su compañero en la selección estadounidense Davis Regis.REUTERS

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