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Tribuna
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Vanguardias

Una de las características que más descolocaron a los lectores cuando se produjeron los primeros balbuceos de la literatura moderna fue su fragmentariedad. Acostumbrados a un argumento lineal, a que los personajes desarrollasen sus vidas y a que los efectos siguiesen a las causas, de repente se vieron abocados a retazos de relato, a meros párrafos inconexos que llevaban a nuevos párrafos sin sentido, a personajes secundarios que apuntaban a otros personajes no menos secundarios, sin que en apariencia hubiese un hilo conductor ni nada parecido a una trama. Ya ha llovido bastante desde entonces, desde el Ulysses de Joyce, desde Les faux monnaieurs de Gide o desde la Rayuela de Cortázar como para que esto nos llame la atención. Al fin y al cabo esta técnica, propia de las vanguardias, también se dio en todas las demás artes, en la música atonal como en el cubismo, de forma que hoy nadie se sorprende de nada.

Sin embargo, hay una diferencia. Pasada la novedad, constatamos que el fragmentarismo estructural ha calado socialmente en las artes plásticas, pero tan apenas en música o en literatura. Basta asomarse a un museo de arte moderno o, simplemente, a una galería comercial, para darse cuenta de que ya nadie que se tenga por artista pinta cuadros realistas como los de Sorolla o como los de Zuloaga. Puede que sea el intento de competir con la fotografía; puede que la simultaneidad espacial de la pintura, a que aludía Lessing, propicie precisamente esta yuxtaposición de motivos varios. Lo cierto es que, mientras que el fragmentarismo ha llegado a ser una propiedad constitutiva de las artes plásticas, en las lineales quedó como un mero episodio histórico ya superado. No hay auditorio que se atreva a programar toda una temporada de música a base tan sólo de Schoenberg. Tampoco en literatura: cualquiera que se pasee acríticamente por las grandes ferias del libro de este mes se dará cuenta de que hemos vuelto al siglo XIX. Algunas características, como la literatura de encargo, la cual sólo resulta concebible en una sociedad tan inculta como la española, son exclusivas de nuestro mundo, pero el tufillo historicista es universal. Triunfan las narraciones lineales, la biografía novelada, el culebrón disfrazado de provocación cultural.

La pregunta es por qué. Tengo la impresión de que esta tendencia, aunque alimentada por la sucesividad propia de las artes verbales y sonoras (Lessing otra vez), responde a un intento de redescubrir un sentido para la trayectoria vital de los lectores. Antes la vida carecía de sorpresas, pero consistía en etapas sucesivas de sentido inequívoco: uno/a nacía, iba a la escuela, se ponía a trabajar en algo muy parecido a lo que hacían los demás miembros de la familia, se casaba, tenía hijos, los mandaba al colegio y vuelta a empezar. Ahora no. La política vanguardista del neoliberalismo rampante ha convertido la vida en una yuxtaposición de episodios efímeros e impredecibles: se va a la escuela, pero en realidad no se progresa ni se pasa de curso; se trabaja de vez en cuando, pero siempre en empleos inadecuados y mal pagados; se querrían tener hijos, pero se termina renunciando ante los problemas que ocasionan. El personal hace una cosa y se propone hacer la contraria. Es el camino más corto hacia la neurosis.

Esta lógica del absurdo alcanza a la propia acción política. La ley de calidad que dice combatir el desaguisado educativo de gobiernos anteriores y preparar a los ciudadanos para el mundo moderno (nada menos) resulta que es propugnada por el mismo partido que ha creado el desaguisado laboral presente, una vuelta disimulada al esclavismo. La misma oposición que se ha enfrentado a la destrucción del medio ambiente propiciada por el PHN ahora resulta que se opone a la energía nuclear, como si la electricidad no se produjera en centrales, bien hidroeléctricas, bien atómicas, sino que nos fuese a llover del cielo. O sea que por un lado dicen una cosa y por otro, la contraria, todo ello sin que se les caiga la cara de vergüenza. Curiosa contradicción que tal vez responda a una lógica política vanguardista. La realidad fragmentaria que vivimos es tan ominosa que la misión de la literatura ha pasado a ser, naturalmente, la de alienarnos respecto a ella. Se necesitan buenas historias para hacernos olvidar que lo que vemos sólo nos ofrece retales, retazos, restos. Por eso, la literatura es hoy cosa de periodistas, de narradores de historias, antes que de fabuladores de impresiones. No interesa lo contradictorio, que bastante achuchada está la vida de cada cual. En un momento en el que nadie ni nada parece tener futuro, los fabuladores están para eso, para construírnoslo de manera accesible, para explicarnos que alguien se ha llevado nuestro queso, pero que todo tiene arreglo con una operación triunfo.

Mas esta tendencia universal a la trivialización y a los horizontes edulcorados no la han asimilado los discursos de los políticos. Ellos que siempre se habían caracterizado por pintárnoslo todo de color de rosa, ahora resulta que se han vuelto vanguardistas y vacilan. Lejos quedaron los himnos, los programas maximalistas, los eslóganes contundentes. Es un buen síntoma, no digo que no. Pero al mismo tiempo nos coge a los ciudadanos como desencantados y escépticos. Algo de utopía hará falta, digo yo. Porque, de lo contrario, lo que va a ocurrir es que la gente pase tanto de política que, en la práctica, la democracia occidental sea una oligarquía. Poco más o menos como ya sucede en los EE UU, donde todos los candidatos vienen a decir lo mismo.

Esto, que es general, se intensifica todavía más, si cabe, en la Comunidad Valenciana, verdadero vivero del vanguardismo político. Hagan la prueba de leer una crónica periodística de nuestra actualidad política valenciana en la que los nombres propios hayan sido sustituidos por iniciales y las siglas de los partidos por Coca-Cola y Pepsi-Cola. Me apuesto lo que quieran a que nunca sabrán quiénes están hablando. Algunos se sorprenden de que la reciente Feria del Libro de Valencia fuera mediocre, de que no viniera casi ningún autor consagrado. Pero hombre, si ésta es una comunidad de artistas plásticos, si lo que le va es la fusión de los contrarios. ¿Y cómo se explica que hayan cerrado el museo de arte contemporáneo de El Carme y lo vayan a dedicar al siglo XIX? Vaya pregunta: ¿para qué queremos un museo de las vanguardias si aquí la lógica del fragmento llega desde Vinaròs hasta Orihuela, si la realidad política valenciana es un puro collage vanguardista?

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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