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Columna
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Elogio de la política

Josep Ramoneda

Últimamente el presidente Pujol prodiga sus sermones. Parece como si sintiera llegada la hora de concretar y completar el mensaje profusamente repetido durante su larga carrera política. O quizá sólo es un anuncio de lo que vendrá después, un aviso de que Pujol dejará el poder pero no el púlpito. Al fin y al cabo, el saber de los viejos de la tribu siempre ha sido un valor añadido para los suyos. Lo difícil, sin embargo, es acertar en el tono y en la medida. Pero esto es para más tarde: quizá Pujol pueda aprender de los errores cometidos por su amigo Felipe González.

Más allá del discurso cristiano o la prédica evangélica, el diccionario acepta también 'discurso o conversación' como significado de la palabra sermón. Y en sentido figurado, 'amonestación o reprensión insistente y larga'. El mismísimo Stiglitz fue víctima recientemente de la incontinencia discursiva del presidente. Soy partidario de los políticos que no tienen miedo a hablar y a los que les gusta decir lo que piensan aunque sea impopular, porque creo que la política democrática es también debate y confrontación de ideas y me parece inaceptable la evolución populista que Europa sufre, en la que oportunistas de distinto pelaje se presentan como paladines de la acción. Es el estilo que la derecha europea, de Aznar a Berlusconi pasando por Chirac, está adoptando en lo que creo que es una gran regresión democrática. Pujol no es de éstos: tiene querencia por las ideas. Y no se esconde en los debates.

Su penúltima intervención ha sido en defensa de la política. Algo poco habitual entre los políticos porque, como dice el presidente, 'es el único gremio que no tiene por objetivo la defensa de sus miembros, sino su desprestigio e incluso su ruina'. Pujol es consciente del descrédito que vive la política y sale en su defensa en un texto en el que es inevitable ver elementos de autojustificación. Es más, aunque el presidente rechaza cualquier motivación coyuntural, creo que es legítimo preguntarse si esta conferencia habría tenido lugar sin el pacto entre CiU y el PP, una de las cosas que más han desconcertado al electorado nacionalista. E incluso sin las sombras que se han proyectado sobre la propia familia del presidente. La tópica apelación a la nefasta distinción de Max Weber entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, eterna coartada que todo político utiliza para justificar lo que le parece injustificable, es en este sentido delatora.

Pujol reparte responsabilidades. La simplicidad de los mensajes que la sociedad de masas exige es, sin duda, fuente de numerosas injusticias. Pero creo que Pujol obvia la cuestión de fondo: ¿qué ha pasado en los últimos años para que los políticos se convirtieran en el chivo expiatorio? Décadas atrás el culpable de todos los males era el ricachón burgués con barriga y puro tan habitual en las viñetas periodísticas, ahora el punto de mira está puesto en el político. Es, a mi entender, un gran éxito del poder económico, que ha traspasado el mochuelo al gobernante. Algunos dirán cínicamente que para eso están, para ser el pim pampun social. Creo que forma parte de la regresión hacia una sociedad cada vez más atomizada en que el interés general y el bien común están perdiendo quien los promueva. Y sólo puede hacerlo el Estado. De ahí viene buena parte del descrédito de la política: de la incapacidad demostrada en los últimos años para salir de la hegemonía normativa del poder financiero. Y Pujol lo sabe. El discurso nacionalista le ha servido para desplazar la atención hacia otros focos. Y le ha permitido aparecer como defensor de un interés político. Pero contra Lear no hay nacionalismo que valga. Y, a su vez, con el paso del tiempo, el nacionalismo va perdiendo aureola y quedando cada vez más como coartada para mantener el poder.

Porque otra razón del descrédito de la política es el lenguaje. El recurso permanente al eufemismo y el uso de palabras fetiche que ya nada dicen hace mucho daño a la política. Cuando después de denostar a la derecha española se pacta con ella, y encima vergonzantemente, es difícil entender que se hace por interés general y no para mantenerse en el poder. Cuando se votan en dos parlamentos dos cosas distintas, por un simple principio de ayuda mutua, el prestigio del político se degrada, porque quiere decir que todo es menos importante que mantener el cargo. Y pongo ejemplos vinculados a Convergència porque estoy hablando de Pujol. Los podría poner de cualquier otro partido, empezando por los socialistas, de los que siempre he dicho que su responsabilidad más grave es, habiendo llegado al poder en 1982 con una autoridad y legitimidad irrepetibles, no haber sido capaces de contribuir a dotar a España de la cultura democrática que no tenía.

Decir las cosas por su nombre: ésta es la mejor manera de recuperar la política. Lo cual no significa la demagogia barata de 'al pan, pan, y al vino, vino', anuncio evidente de cualquier forma de fascismo. Significa poner los problemas en primer plano, explicar lo que se puede hacer y no hacer promesas imposibles. Y defender las propias posiciones aun siendo impopulares. Es exactamente lo contrario de lo que están haciendo muchos gobernantes europeos -la derecha, pero también Blair- desde la irrupción de los partidos ultraderechistas. Afrontar los problemas no es asumir las agendas de la extrema derecha, que es lo que parece que se apresta a liderar Aznar en Sevilla. No es cortejar a quienes hacen de la inmigración el chivo expiatorio. Lo que hay que hacer es exactamente lo contrario: explicar los problemas en su complejidad, advertir de la ausencia de soluciones milagro y proponer actuaciones concretas y democráticas. Salvo que se sea de extrema derecha, por supuesto.

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Tiene razón Pujol cuando dice que la corrupción no es el principal factor de descrédito de la política. Probablemente es verdad que hay menos que en otros momentos, porque hay algo más de transparencia. En realidad, el discurso de la corrupción tiene mucho que ver con las estrategias destinadas a convertir a los políticos en chivo expiatorio y con la capacidad de autodestrucción de la clase política.

Siempre me ha parecido injusto que para los políticos rece una exigencia moral que parece no rezar para la sociedad civil. Pero discrepo totalmente de Pujol cuando dice que lo importante es la actitud de entrada: unas convicciones, una ilusión y una real vocación de servicio. Me parece una lamentable coartada: vine con las mejores intenciones, pero, ya se sabe, quien hace cosas se ensucia. No; prefiero vocaciones políticas menos idealistas pero más rectas: por lo menos no tienen excusa. En nombre de los dioses, de las patrias y de las utopías se ha matado mucho y con mucha impunidad.

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