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Lo primero, fuera zapatos

Ir de un Mundial a otro, dos torneos muy bien organizados pero a años luz entre sí, se convierte en una odisea

José Sámano

Los mundos ajenos entre japoneses y coreanos han alterado el plan inicial de la FIFA. Si quería un Mundial en dos países, se ha dado de bruces con la realidad: dos Mundiales en dos países. En dos naciones que ni siquiera han consensuado aún cómo se llama el océano que les aleja: para los coreanos es el Mar del Este; para los japoneses, el Mar de Japón. Dos países que viven en paralelo el torneo, cada uno el suyo, sin grandes miradas a lo que ocurre al otro lado. Desde que la FIFA les concedió el Mundial ni japoneses ni coreanos renunciaron un ápice. Cada uno con su comité organizador, el mismo número de sedes, idéntica cifra de partidos, todos con megaestadios nuevos. Su principal cordón umbilical les ha fallado. Las líneas aéreas de cada país suscribieron un convenio para ampliar la flota de vuelos en ambas direcciones y el asunto no ha resultado. 'La gente ha decidido ver el Mundial en un país u otro, no hay viajes de ida y vuelta', se lamentaba estos días en la prensa surcoreana un portavoz de la Korean Air Lines, que apostillaba: 'Los japoneses no vienen, y el año pasado la mitad de los cinco millones de visitantes que tuvo Corea eran japoneses'. Los nipones no dan datos al respecto. La escasez de turismo bidireccional no es extraña. Cruzar a casa del vecino es una odisea.

Y fruncen el ceño si, al encender el ordenador, no tiene batería y no hay dónde enchufarlo
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Gráfico:: Las sedes

Se denomine como se denomine el mar que les separa, sobrevolarlo requiere medio día y una paciencia infinita. Si la dirección es Corea-Japón, lo primero que hay que conseguir, se esté en la sede que se esté, es pisar Seúl, donde en ocasiones ni los intérpretes se aclaran con los siempre amables y bien predispuestos residentes. De los 360 vuelos semanales que enlazan ambos países, 291 parten del Aeropuerto Internacional de Incheon, en la capital coreana, a más de una hora del centro urbano. A los que consiguen llegar a tiempo a la pista aeroportuaria aún les restan dos horas largas de vuelo hasta Tokio. Si ocurre que la meta es Sapporo, por ejemplo, al norte del país, la cosa no es broma. Otro vuelo, si lo hay, porque todo está saturado. Los afortunados con billete tienen otros 75 minutos por el aire y ya en Sapporo, un convoy de trenes, rápidos y no tan rápidos, para alcanzar el estadio. La organización recomienda llegar tres horas antes de los partidos. Si hay que cambiar de país casi es pura fantasía; antes gana China el Mundial.

Por supuesto, el vuelo entre los dos países se debe realizar con todos los requisitos de un tránsito internacional. Es decir, unos y otros reclaman al pasajero foráneo el formulario de inmigración: a la salida de Seúl, a la entrada de Tokio, a la despedida de Tokio y al hacer cumbre en Seúl. Los mismos trámites que en un circuito aéreo entre Madrid y Corea o Japón y Barcelona. Pese al Mundial, no hay excepciones.

No importa que en los aeropuertos de Japón, uno de los países con más tráfico aéreo del mundo, se formen pelotones humanos en torno a las aduanas. '¿A qué viene usted?' 'A trabajar, que hay un Mundial por aquí' '¿Y de dónde viene?' 'De Corea, que también allí hay Mundial' '¿Y por qué sólo está un día en Japón?' 'Porque mañana hay otro partido en Corea'. '¿Y piensa volver?' 'Bueno, mire, si Francia gana... y se cruza con..., quizá; si Inglaterra, que ayer venció, le mete..., puede; si España llega a la final de Yokohama...' Esos últimos supuestos funcionan como una pócima mágica, el funcionario se abruma y ya se le puede regatear. Aunque todo resulte en vano, porque el vuelo puede despegar mientras sus aspirantes a pasajeros se abren paso entre la marea humana que copa cada azulejo de la terminal.

Las colas aduaneras, por interminables que sean, se añoran cuando aparecen los controles de seguridad. Dos por aeropuerto -a la entrada de la zona de embarque y en la puerta de vuelo correspondiente-. Lo primero, fuera los zapatos y los calcetines. Y el reloj, las gafas, el tabaco... Y a encender el ordenador, que cuando no tiene batería y no hay dónde enchufarlo les hace fruncir el ceño. Como cuando un pasajero desesperado por el chivato arco policial, intentaba, quizá por temor a ser desnudado, culpar a una vieja cicatriz bajo la cual varios tornillos de titanio perforan sus huesos. Nada, todos patas arriba dos veces en un tramo de diez minutos. Sin excepciones. Aunque se sea campeón del mundo, como el técnico argentino Carlos Salvador Bilardo, aún bajo sospecha seis años después de que Maradona le hiciera partícipe del título mundial. Al ex seleccionador, el pasado sábado en el Aeropuerto de Tokio, sólo le faltó que le examinaran con rayos x, mientras a él, atónito, se le aflojaban en varias direcciones todos los músculos de la cara.

Superados todos los controles japoneses aún restan los de Seúl. Vuelta a empezar. El empacho se repite, con las mismas explicaciones a los oficiales de inmigración, a los minuciosos agentes de policía; los cambios de moneda, distinta intensidad eléctrica, el pasaporte estrujado. Todo por ir de un Mundial a otro; dos torneos muy bien organizados, pero a años luz entre sí.

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Sobre la firma

José Sámano
Licenciado en Periodismo, se incorporó a EL PAÍS en 1990, diario en el que ha trabajado durante 25 años en la sección de Deportes, de la que fue Redactor Jefe entre 2006-2014 y 2018-2022. Ha cubierto seis Eurocopas, cuatro Mundiales y dos Juegos Olímpicos.

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