El desprecio por la ley en España
La percepción inmediata que tenemos del Estado es la de un conjunto de instituciones y órganos en los que se articula el poder político. Este poder, estructurado jerárquicamente, se encarna en las personas que ejercen las distintas funciones y desempeñan los diversos cargos: así, en España, desde el Rey al último concejal, pasando por el presidente del Gobierno, los presidentes de las comunidades autónomas, los ministros, consejeros y demás nomenclatura. Pero, por debajo de esta manifestación externa y ostensible del Estado -su músculo- permanece su realidad profunda -su esqueleto o espina dorsal-, que es el sistema jurídico que constituye su esencia. Porque el Estado es, en última instancia, el ordenamiento jurídico que establece un plan vinculante de convivencia en la justicia para un grupo humano determinado, que se asienta en un territorio delimitado. De ahí resulta que la raíz última del Estado se halle en la supremacía de la ley, como expresión de la voluntad general democráticamente conformada, que hace prevalecer los intereses generales sobre los particulares. Y de ahí deriva también que el principio fundamental en el que se basa la convivencia civil -de los ciudadanos- sea el respeto por la ley y por las sentencias de los jueces.
A comienzos de mi actividad profesional en el País Vasco, allá por los años setenta del siglo XX, un viejo abogado de Amurrio de linaje carlista me dijo más de una vez en su despacho, donde el paso de las décadas había dejado una pátina indefinible: 'Desengáñate, un Estado sólo tiene tres funciones esenciales: administrar justicia, preservar el orden público y cobrar los impuestos. Si abdica de alguna, aunque sea tácitamente, ya no hay Estado'. Es cierto; pero hoy conviene insistir además en que, desde el punto de vista de la conducta de los ciudadanos, sólo hay Estado cuando se cumplen las leyes y se pagan los impuestos. En suma: hay Estado cuando hay leyes y hay jueces; y sólo son auténticos ciudadanos las personas que cumplen las leyes. No obstante, parece como si estas verdades elementales y mostrencas no rigiesen en España, que los españoles disfrutasen de bula y no tuviesen que cumplir las leyes ni respetar las sentencias de los tribunales. Últimamente, por ejemplo, ha habido algunos casos escandalosos de inobservancia de aquéllas y de cuestionamiento de éstas.
El primero se ha dado en Barcelona, donde los trabajadores de Transportes Metropolitanos que han ejercitado su constitucional derecho a la huelga se han negado a prestar los servicios mínimos, cuya fijación última corresponde en exclusiva a la autoridad gubernativa (STC 11/1981), si bien con participación de los huelguistas mediante propuestas (STC 51/1986). Esta incalificable actuación, este frontal incumplimiento de la ley en perjuicio de los usuarios, este abuso escandaloso del propio derecho, se manifestó hace unos días, con desgarro, en la respuesta de un trabajador anónimo a un periodista radiofónico al interrogarle éste sobre si los huelguistas pensaban acatar el laudo que el árbitro nombrado por la Generalitat dictaría para zanjar la crisis. La contestación, auténtico monumento de descaro cínico y de egoísmo insolidario, fue: 'Si no hemos cumplido los servicios mínimos, tampoco vamos a cumplir el laudo'. Esta barbaridad la perpetró el entrevistado, eso sí, con el gracejo, el ceceo y el desahogo próximo al desplante jaquetón con el que algunos van por la vida saltándose a la torera todo lo que haya que saltarse con tal de salirse con la suya.
El segundo y reciente ejemplo de falta de respeto por el orden jurídico nos lo han brindado, al alimón, nada menos que el presidente del Gobierno y el ministro de Justicia. Ha sido con motivo de la resolución de la Sala Penal del Tribunal Supremo que ha resuelto archivar la querella que el fiscal presentó contra Arnaldo Otegui por vitorear a ETA en Francia. El ministro Acebes ha emplazado a los tres magistrados de la Sala a 'coger y leer' el nuevo Código Penal, lo que les permitiría apreciar 'con absoluta claridad y nitidez' que la apología del terrorismo es delito de terrorismo; y les ha invitado a asumir su 'responsabilidad'. O sea, que los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no se leen el Código Penal y, además, eluden su responsabilidad. ¡Menudas piezas! Y por su parte, el presidente Aznar ha cuestionado la decisión judicial al afirmar que no la puede 'compartir', y -lo que es más grave- se ha preguntado: '¿Cómo puedo explicarle esto a una víctima del terrorismo?'.
Ante tamañas manifestaciones de desprecio por la ley y de desconsideración por los jueces, cabe plantearse si su causa no estará en la reciente historia de España. En efecto, la peor herencia de una dictadura es la convicción asumida por los ciudadanos, durante los años de opresión, de que las leyes no tienen por qué ser cumplidas, ya que no son observadas ni siquiera por el propio poder que las dicta. Decía el profesor López Aranguren que lo peor de las leyes fundamentales franquistas era que no las cumplía ni el propio Estado que las promulgó. No debe minimizarse el mal que supuso la privación de las libertades formales; pero una vez recuperadas éstas, el pasado deja de ser operativo. En cambio, el hábito de incumplir las normas se perpetúa, lo cual resulta extremadamente grave, ya que la esencia de la democracia consiste en la fiel observancia del orden jurídico resultante de la ley y de la aplicación de ésta por los jueces. Sin respeto a la ley y a los jueces, no hay democracia que valga.
Juan-José López Burniol es notario.
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