Feudales
Cuando subes a las ruinas del Davalillo, las grajas arman un escándalo. Les enfada que alguien se acerque a sus nidos, anichados entre los sillares. Una vez arriba, te sientes como una graja. No puedes remontar la térmica, pero dominas un panorama notable. Desde los matacanes del Davalillo se divisan cien torres, diez castillos. El Ebro, al que acaba de entregarse el Najerilla, dobla una herradura tan cerrada que parece partirse en dos vías paralelas. Por aquí las tierras vascas avanzan una lengua en territorio riojano, un apéndice intruso que sólo Dios sabe cómo vino a imponerse. Tan estrecho es el espacio que una ribera del Ebro obedece al señor de Vitoria, y la otra, al de Logroño. Los lugareños pueden hablarse de un lado al otro, o lanzarse botellas de Solar de Amézola para celebrar una boda. Comparten la flora y la fauna, el clima, el río y la tierra, por no hablar del teléfono. Entre ellos, la única separación que no sea fluvial la ha puesto ese segmento humano que, huidizo de tareas necesarias como labrar, segar, vendimiar o trabajar en provecho de todos, se ha entretenido en inventar sutiles e insalvables diferencias. Me refiero a la clerecía. Para los curas vascos, o sea, Arzalluz y Otegui, Dios hizo en días distintos a los habitantes de ambas riberas.
Desde el Davalillo es inevitable recordar las guerras antiguas, como las que cuenta Ferlosio en su saga de Yarfoz. Las relaciones entre pueblos partidos por un río suelen ser liadas. Las torres que salpican el territorio dicen que los nativos se han vigilado durante siglos. Las altas fortalezas sirvieron, como telescopio de submarino, para cuidar que nadie se moviera de su sitio. En cuanto subía una nube de polvo, había que tocar a rebato.
Así lo sigue viendo la clerecía vasca, momificada en aquel feudalismo que les dio poder absoluto sobre las pobres gentes. Pero las gentes no ven esas diferencias aunque, como las grajas, se amostacen si alguien se acerca a sus nidos. En cuyo caso, sin embargo, no proceden a matar a picotazos al curioso, sino que emprenden un elegante vuelo en espiral. De vez en cuando, los clérigos vascos, a falta de caza mayor, disparan a las grajas.
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