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Columna
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Desconfianza

Enrique Gil Calvo

El caso de la mezquita de Premiá es un paradigma de los graves conflictos de derechos e intereses que la inmigración multicultural genera en Europa, aunque en ciertas áreas más que en otras. Sobre todo tras el 11-S, semilla del alarmismo con que se teme que, algún día, el imam de Premiá o de cualquier otro rincón predique la yihad en apoyo de Al Qaeda. ¿Cómo tolerar -se dice- que entre nosotros aniden cuervos capaces de sacarnos los ojos? Por eso hallan eco voces como la de Josep Anglada, el caudillo de Premiá que quiere echar a los moros al mar, contra los más elementales valores de la democracia liberal. Y allí están los Haider, Bossi, Le Pen o Fortuyn que están agostando el civismo de Europa, al cosechar el voto de la desconfianza en detrimento de la izquierda que se desmorona, lo que también pretende Aznar en el caso de España.

¿Por qué resulta tan incapaz el pensamiento europeo de entender la cuestión multicultural? Hay, por cierto, una razón previa, que es la inexperiencia histórica: de ser una fuente expulsora de emigrantes, nuestro continente se ha convertido en un imán atractor de inmigración neta. Pero a diferencia de la Norteamérica anglosajona, que se constituyó sobre la integración de los inmigrantes que la adoptan como su verdadera patria, Europa rechaza los injertos foráneos, reaccionando contra la inmigración con regresiva intolerancia. Por eso, para aprender a tolerar los trasplantes, hace falta que Europa se autoanalice, diagnosticando la raíz de su rechazo.

Tres razones se aducen para explicarlo. Ante todo, la inseguridad ciudadana, que en Europa es mucho menor que en Norteamérica y en la que no me detendré al ser coyuntural y perseguible de oficio. Después, los intereses materiales, pues la llegada de inmigrantes devalúa la propiedad inmobiliaria y el capital humano de los títulos escolares: en consecuencia, los propietarios defienden su capital familiar en legítima defensa. Esta razón, tan sólida y evidente, también se da en Norteamérica, pero allí la superan mediante la movilidad espacial, que empuja a los propietarios a huir del centro de las ciudades hacia la periferia o hacia la frontera. Mientras que en Europa nos negamos a hacerlo, resistiendo numantinamente en el centro urbano de nuestros asediados cascos históricos. ¿Por qué?

Es la tercera razón, ahora explicada por la teoría del capital social. Para autores como Bourdieu, Coleman y Putnam (recopilados en el monográfico número 94-95 de la revista Zona Abierta), la sociedad de mercado y la democracia liberal precisan como condición a priori o caldo de cultivo unas redes informales de solidaridad y reciprocidad que garanticen el imperio generalizado de la confianza (trust). Es el capital social que Putnam descubrió en la Italia central, heredera de las florecientes ciudades-Estado renacentistas que generaron un rico tejido cívico que todavía perdura. Y Putnam contrapuso estas redes horizontales de reciprocidad pública a su extremo contrario: el clientelismo del Mediodía italiano, atravesado por redes verticales de patronazgo privado, donde sólo reina el familismo amoral (Banfield), el cinismo político y la desconfianza generalizada.

Pues bien, la irrupción de las colonias de inmigrantes quiebra ese clima cívico de confianza generalizada, donde las diversas familias de las viejas comunidades urbanas confiaban las unas en las otras tras siglos de convivencia y reciprocidad. Es lo que sucede en aquellas zonas como Italia central, Holanda o Cataluña que más reservas de capital social acumulaban, y que hoy se les escapan de entre sus manos. Pero con ser malo, lo peor no es que se pierda o erosione el capital social acumulado por la historia, pues mucho más grave parece que se instale en su lugar un anticuerpo de defensa reactiva, como es el familismo amoral, que impone la más insolidaria desconfianza generalizada, caldo de cultivo del populista cinismo clientelar. ¿Cómo evitar tan incivil amenaza? Quede su análisis para otro día.

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