Sonámbulos en casa ajena
A diferencia de Le Pen, Haider o Fini, el holandés Pim Fortuyn no construyó su discurso político a partir de ninguna zona de sombra en la historia de su país, no pretendió rehabilitar la la ideología de viejos regímenes que, como el de Vichy, el colaboracionismo austriaco o el fascismo mussoliniano, han representado durante décadas el reverso del sistema de libertades vigente en Europa.
Fortuyn, por el contrario, parecía una criatura de la sociedad del espectáculo, una súbita irrupción en la arena política de los modos habituales en los programas del corazón, con su ocurrente y chabacano desparpajo, con idéntica desinhibición frente a los tabúes. Los lemas que popularizó durante la reciente campaña electoral, antes de ser asesinado, recuerdan el tipo de aproximación a los problemas que exhiben las viejas glorias de la prensa rosa, movilizan los mismos sentimientos en el espectador. En contraste con ellas, sin embargo, Fortuyn no actuaba así porque fuese incapaz de dar otra imagen u otras respuestas, sino que, teniendo inteligencia y formación para moverse en cualquier registro, para recurrir a cualquier lenguaje, había optado por hacer exactamente lo que hacía. Y esta forma de proceder le resultaba doblemente rentable: atraía a quienes, por la razón que fuera, no disgustaba la chabacanería de la que hacía gala, pero también a quienes, disgustándoles, admiraban sobre todo el desbordante talento que se necesita para fingirla con tanta verosimilitud. Su muerte en trágicas circunstancias, a manos de un ecologista, detuvo la carrera de Fortuyn cuando muchos holandeses todavía podían considerar que los aires que aportaba a la política parecían frescos.
En realidad, su peculiar estilo presuponía la existencia de los mismos aires rancios que soplan en toda Europa, jugaba con ellos, pero no los cuestionaba ni los subvertía. Desde esta perspectiva, los dicterios de Fortuyn contra el islam iban en idéntica dirección que la opinión general de nuestro tiempo. El contrapunto que parecía encarnar su discurso, la supuesta originalidad de sus argumentos, no tenía como objetivo desmontar los prejuicios sobre los que se basa la actual islamofobia, sino confirmarlos a través de lo que cualquier ciudadano bienpensante tomaría por un desafío: poner los insultos contra los musulmanes en boca de un antillano o responder a un imam holandés que, en efecto, quizá él no supiera mucho del Corán, pero que, en contrapartida, se acostaba con marroquíes. De igual manera, sus razonamientos contra la inmigración no aparecían formulados a la manera de la xenofobia tradicional, sino mediante un regate que parecía desmentirla al tiempo que la confirmaba: 'Holanda', decía Fortuyn, 'está llena'. El gran hallazgo de esta estrategia, su valor ideológico tal vez más perdurable, reside en la habilidad para convertir un recurso característico de la lucha por los derechos civiles en un recurso útil también para la involución. Ahora como en los años sesenta, y según alcanzó a demostrar Fortuyn en su meteórica carrera, la presencia de negros, mestizos u homosexuales en las filas de una causa le aporta un extra de legitimidad; sólo que antes la causa era siempre igualitaria y hoy, en cambio, es siempre oscurantista.
Frente al éxito póstumo de Fortuyn en las elecciones holandesas, no pocos analistas y políticos han reaccionado recurriendo a la misma frase que ya se escuchó después de los avances de Le Pen, Haider o Fini: triunfan porque detectan bien los problemas. El error que se oculta tras este juicio, y que lleva a tratar las consecuencias de la situación que vivimos como si fueran sus causas, amenaza con convertirse en el riesgo mayor de nuestras libertades. La llegada masiva de inmigrantes a los países ricos no es resultado de que los países pobres hayan empezado a padecer una alucinación colectiva, ni de unos cambios tecnológicos que hayan lanzado al mundo por unos derroteros ajenos a cualquier voluntad humana. Antes al contrario, su origen no es otro que los efectos provocados sobre el mercado internacional de trabajo por unas decisiones políticas muy concretas, adoptadas en el ámbito de los flujos financieros y del comercio internacionales. Fortuyn y la ultraderecha tradicional no ven razones para oponerse a ellas, para identificarlas como problema, porque en el fondo crean el caldo de cultivo en el que mejor puede prosperar su credo nacionalista. Los conservadores, por su parte, las suscriben, porque las consideran expresión de su racionalidad económica. Son, por último, los socialdemócratas quienes, adormecidos por un pragmatismo electoral ineficiente, pactan inexplicablemente con lo que hay, condenándose entonces a deambular como sonámbulos por corredores laberínticos y, además, de una casa ajena.
José María Ridao es diplomático.
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