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HORAS GANADAS
Columna
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Carreteras invisibles

Rafael Argullol

Que la riqueza no se medirá en el futuro con el dinero es algo que se pone en evidencia al comprobar que, ya en la actualidad, mucha gente con dinero posee escasa riqueza o, si se quiere, posee con escasa calidad: basta observar cómo los ricos imitan a los pobres ante la pantalla o en el estadio y que estos últimos no son ya más analfabetos que aquéllos, y que unos y otros comparten la verdad única de la propaganda publicitaria. Por abrumador que sea, la desigualdad de las cuentas bancarias no anula un creciente igualitarismo del gusto, o mejor del mal gusto, que se advierte sobre todo, todavía más que en la calle, en los decorados y ornamentaciones de la intimidad.

En una época en que todos los ricos parecen nuevos ricos o se comportan como ellos, la masificación de la sensibilidad disuelve distinciones que se creían inconmovibles. También exige otras varas de medir que se eleven sobre el grito, el vértigo y el agobio. Tal vez pronto modificaremos el significado mismo de riqueza y la identificaremos, no con la propiedad del dinero -una propiedad bien extraña, de otra parte, por su carácter espectral-, sino, por ejemplo, con nuestra capacidad para ser dueños de silencio, de lentitud, de ritmo o, sencillamente, de espacio.

Quien quiera adentrarse en los indicios de este nuevo oro, y en particular del último de estos 'índices de riqueza', puede leer un libro de título curioso, La nostalgia del espacio (Seix Barral, 2002), en el que se recoge la larga entrevista realizada por el periodista Antonio Gnoli a Bruce Chatwin a raíz de la publicación de la edición italiana de En la Patagonia.

Bruce Chatwin, como antes y desde otro ángulo Elias Canetti y Ernst Jünger, fue un maestro en la yuxtaposición de dos perspectivas: la que, por así decirlo, desconcierta la vida desde el lado del azar, o del destino en un término más antiguo aunque quizá más justo, y la que la ilumina a partir del descubrimiento de las ocultas redes simbólicas que subyacen bajo la epidermis. Una segunda mirada se hace siempre imprescindible tras la primera, superficial, fragmentaria y a menudo errónea.

La pasión de Chatwin por estas exploraciones en el subsuelo del azar era tan grande que Susannah Clapp, su primera biógrafa, proponía el adjetivo chatwinesco para designar la habilidad en hacer confluir pedazos de la realidad totalmente inconexos en apariencia. Nadie como él para convertir en literatura una de las paradojas más interesantes de la experiencia: aquella que nos empuja a la lejanía para penetrar mejor en la proximidad. Acaso porque lo que desde demasiado cerca llamamos azar a lo lejos se ve como un orden de lógica implacable.

En un momento de la conversación contenida en el libro, Bruce Chatwin explica a Antonio Gnoli una anécdota autobiográfica que, cierta o inventada -algo siempre difícil de establecer en las historias chatwinescas-, revela con exquisita exactitud el carácter de aquella paradoja. Chatwin comenta que abandonó su prestigioso puesto de experto para la casa de subastas Sotheby's de Londres a raíz de contraer una extraña enfermedad en los ojos. Según sus palabras, mientras disminuía la visión el mundo se hacía oscuro, opaco. Sin embargo, tras varias consultas, un oftalmólogo le tranquilizó asegurándole que su enfermedad no tenía causas orgánicas, sino psicológicas. Establecido el diagnóstico, el tratamiento -hablara entonces el oculista o recreara después Chatwin- impulsó la carrera literaria del hasta entonces experto de Sotheby's: para curarse debía sustituir la obligada 'visión de cerca' de los cuadros por la 'visión de lejos' que requieren los grandes horizontes.

La medicina fue, por tanto, esa nostalgia del espacio que se advierte en todos los libros de Chatwin, empezando por En la Patagonia, el primero de ellos. Es un viaje deslumbrante. Pero no se explicaría suficientemente la seducción que produjo y produce el texto sin la intervención continua de una enorme fuerza de introspección simbólica. En cada página el lector tiene la impresión de que el paisaje inmenso, puro, desnudo de la Patagonia es el doble invertido de Europa: donde en nuestro continente brota la claustrofobia, la estrechez de miras, el colapso espiritual, en la enorme tierra vacía del sur de América aparece esa amplitud de miras que hace soñar en la resurrección. Para Chatwin la nostalgia del espacio coincide con el sueño de la conciliación.

Como consecuencia de esto, también en sus demás libros el escritor se presenta simultáneamente como un oteador de horizontes y un rastreador de huellas simbólicas. El artista, asimilado a un nómada físico y espiritual, debe buscar los trazos que el hombre ha dejado en carreteras invisibles a primera vista. Chatwin, que renunció a publicar un extenso tratado sobre el nomadismo, dedujo, al parecer, su idea de trazo a partir de ciertas poblaciones nómadas de Irán. Éstas poseían su secreto trazo, su Il-Rah, que se cruzaba con las pistas simbólicas trazadas por otras tribus hasta constituir una cartografía prohibida a los sedentarios. Chatwin llegó a estar tan obsesionado con esta idea que asimiló la entera mitología clásica a un 'gigantesco mapa del canto' en el que cada uno de los mitos era la rememoración oral de los trazos que habrían quedado en el camino.

En su último libro, probablemente su obra maestra, Los trazos de la canción, Chatwin trasladó estas convicciones al desierto de Australia. El resultado es un texto dramático, irónico y en muchos sentidos mágico en el que la nostalgia se transfigura, por fin, en riqueza del espacio: el viajero se enriquece -e incluso se colma- a medida que vagabundea por las carreteras invisibles. Y el lector con él.

Es verdad, no obstante, que la nostalgia del espacio nos devuelve al rincón quizá más íntimo. Bruce Chatwin escribió: 'La tierra pierde todo interés en cuanto se le ha dado la espalda. Para un nómada, por tanto, las fronteras políticas son una forma de locura'. Pero también, y lapidariamente: 'Uno se evade siempre para regresar'.

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