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Columna
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El árbol y el bosque

Mi columna anterior, La lección francesa, trató de establecer un paralelismo entre lo ocurrido en las recientes elecciones presidenciales del país vecino y lo que podría ocurrir en las también presidenciales que tendrán lugar dentro de un año en la Comunidad Valenciana. Y es que el mundo es hoy tan pequeño, tan homogéneo si nos atenemos a la Europa meridional, que no resulta difícil extrapolar situaciones, pues en el fondo se trata del mismo escenario.

Terminé la columna temiendo lo peor: que Joan Ignasi Pla, el aspirante socialista al sillón principal de la Generalitat, perdiera la apuesta electoral al ofrecer un programa tan insípido como el de Jospin. Desde entonces, los acontecimientos se han ido sucediendo con la monotonía de lo déjà vu, pues parece ser la norma que los políticos se nieguen a aprender lección alguna: en Francia, por encima de la palabrería de unión de la izquierda para 'vencer al monstruo' en las legislativas y de simplezas por el estilo, el mensaje del PSF destinado al enorme grupo de ex clientes que acaban de darles el revolcón contiene la retórica de siempre: 'como somos mejores que la derecha, vosotros seguid votándonos y ocupando la calle, que nosotros gobernaremos'.

Aquí, hace pocos días, nuestro compañero José Ramón Giner nos informaba del 'estilo' que impera entre las elites socialistas de Alicante, a las que calificaba de 'oficinistas aplicados', ajenos a lo que pide su clientela. No hay peores ciegos que quienes se niegan a ver.

Ante un cisma tan indiscutible entre la realidad y la ficción, nada me extrañaría que tanto en Francia como aquí los socialistas perdieran de nuevo, pues no es normal que la izquierda extraparlamentaria exija cambios mientras que la izquierda que ejerce la política con posibilidades reales se dedique a hacer encuestas, a fantasear y a vivir de la ubre del Estado.

En este nuevo milenio los tiempos del lenguaje progresista se agotaron, hace falta demostrar algo más que buena labia mitinera para que nazca la ilusión, pero estos aprendices del Felipe González de los comienzos no parecen haberlo comprendido, pues siguen dirigiéndose a su clientela en clave de utopía, sin darse cuenta de que el público que ahora los vota ya no cree en el cambio que prometen ni proviene, como en la transición desde el franquismo a la democracia, de toda la sociedad, sino que se limita a un sector de la burguesía: son los funcionarios públicos, el mundo del arte y el conjunto del profesorado, nadie más, es decir, gente que vive con cierta holgura y que tuvo a su alcance los medios económicos para adquirir las herramientas de la educación.

El Partido Popular, mucho más habilidoso y oportunista, les ha birlado el voto de las clases sociales deprimidas (las únicas que entran en competición laboral con los menesterosos del Tercer Mundo que nos llegan por oleadas) y de la masa cada vez mayor de jubilados (a los que la inseguridad ciudadana vuelve conservadores), de tal manera que el proverbio 'ser más raro que un pobre de derechas' hoy forma parte de la cotidianeidad.

En ésas estamos. Queda un año para las elecciones, pero hay pocas esperanzas, porque el árbol del poder que la izquierda profesional tiene ante la nariz le impide ver el bosque de la sociedad que supuestamente debería mejorar.

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