Gracias, señor Fontseré
Hace unos pocos años, a raíz de un artículo sobre Eduardo Mendoza publicado en este diario y en el que hacía referencia a los gorrones de la modernidad que, a principios de la década de 1980, aterrizábamos por Nueva York para dar la tabarra a los pobres infelices que llevaban felizmente instalados ahí un buen tiempo, un amable desconocido me envió un estupendo libro de fotografías de la Gran Manzana hechas por él cuando vivía allí y, entre otros oficios, se ganaba la vida como taxista. Acompañó el regalo de una divertida carta en la que esbozaba sus andanzas neoyorquinas y se presentaba como un pionero en lo de plantarse en Nueva York a ver qué caía. Y yo, por una mezcla de desidia, mala educación y urgencia periodística, nunca le di las gracias.
Hombre libre de esos que ya no quedan y, desde 1973, adscrito al exilio interior en Porqueres
El amable desconocido se llamaba Carles Fontseré. Y de su vida me fui enterando a lo largo de los siguientes meses. Cartelista republicano, pintor, escenógrafo, dibujante de cómics ocasional, profesional del exilio (Francia, México, Estados Unidos), hombre libre de esos que ya no quedan y, desde 1973, adscrito al exilio interior en Porqueres (que no sé dónde cae porque mi desconocimiento de las comarcas catalanas es tan amplio como lamentable).
Por esas fechas se instalaba en Nueva York mi amigo Francesc Torres, que le apreció de inmediato a pesar de que no tuvieron mucho tiempo para compartir la ciudad. A pesar de eso, me comentaba recientemente que Fontseré le había parecido un tipo estupendo, poseedor además de un peculiar sentido del humor que le llevaba a referirse siempre a su perro como 'el nen'.
Debería darle las gracias por el libro, me decía a mí mismo de vez en cuando. Y cada vez que el amigo Fontseré protagonizaba una exposición me proponía plantarme en la inauguración y darle un poco de conversación. Pero no había manera. Llegado el momento, me daba vergüenza y me quedaba en casa. A lo sumo, me enteraba de sus asuntos por las entrevistas de los diarios, en las que le veía retratado talando un árbol en su casa de Porqueres con una energía impropia de un hombre de ochenta y tantos años. En mi condición de admirador pusilánime, me acerqué la otra mañana a Santa Mónica para ver las fotos que Fontseré hizo en México a mediados de la década de 1960 y que estarán expuestas hasta finales de este mes de mayo. Nunca he estado en México pero, por razones que no acierto a describir, es un país que me fascina: la música, la comida, el acento de sus habitantes (de las mujeres, sobre todo), la palabra 'pendejo', la brutal y divertida exageración de las virtudes y los defectos nuestros, de los españoles, el extraño fatalismo que producen películas como La ley de Herodes (ya saben como termina el refrán: 'O te chingas o te jodes'...). Fontseré lanza sobre México en esas fotos una mirada que a mí, como profano del asunto, me recuerda bastante a la que posaban sobre Barcelona Catalá Roca o el primer Miserachs. Es decir, una mirada tierna sin ser cursi, fatalista sin caer en tremendismos a lo Salgado (esa multinacional del sufrimiento, en acertada definición de Jordi Esteva), humana en su aceptación de que esto es lo que hay y a este mundo hemos venido tanto a sufrir como a pasarlo bomba...
Ya que estaba en Santa Mónica, adquirí, junto con el catálogo de la exposición, el segundo tomo de las memorias de Fontseré, que estoy leyendo durante estos días.
El título me encantó: Un exiliat de tercera (Proa). Es tan bueno como el de las memorias de Vittorio Gassman (Un gran futuro a la espalda) o los de los espectáculos de Rodrigo García (Haberos quedado en casa, capullos o Conocer gente, comer mierda), que no voy a ver porque es imposible que sean mejores que su título. Un exiliat de tercera, en su amable fatalismo, está lejos del tono rimbombante con el que otros bautizan sus memorias. Y el contenido está a la altura del título.
No les contaré de qué van porque ya lo saben (el libro apareció hace tres años), pero si les apetece sumergirse en la peripecia vital de un hombre que perdió la guerra civil y dedicó el resto de su vida a reinventarse a sí mismo y, sobre todo, a no aburrirse jamás, Un exiliat de tercera es una estupenda lectura para estos tiempos nuestros, cuando España parece haber decidido dejar de ser un país trágico para ser, simplemente, un país imbécil.
Leyendo a Fontseré uno se olvida momentáneamente de los ceporros de Operación Triunfo, de Xavier Sardà, del festival de Eurovisión (incluyendo a José Luis Uribarri), de Carmina Ordóñez, de Artur Mas, de Manu Chao, del conde Lecquio y hasta de ese disco de Núria Feliu, recién aparecido, en el que la gran dama de la canción catalana se atreve a enmendarle la plana a Patsy Cline, Hank Williams y al mismísimo Elvis Presley (por lo menos, en sus acercamientos al country, el inefable Tomeu Penya se conformaba con el atorrante de Kenny Rogers). Y se sumerge en la existencia de un hombre admirable al que quiero dar las gracias por lo bien que me lo está haciendo pasar desde que se coló en mi vida a través de un libro enviado por correo.
Ahora que pienso, el único impulso que yace bajo esta crónica es darle por fin las gracias, aunque sea en público, a ese superviviente de un país que ya no existe.
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