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La biblioteca sin libros

Hace un tiempo, los encargados de la biblioteca de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia, tuvieron la idea de reunirse, por separado, con los profesores de las distintas áreas de estudio para informarles sobre los grandes cambios que estaba sufriendo el importante organismo a su cargo -que alberga millones de libros y está considerada entre las mejores del país, aunque no es ni Harvard ni Yale- en la era electrónica presente y futura. Cierto mediodía, un variado grupo del campo de humanidades, en el que me encontraba yo, fuimos invitados a tener con ellos un working lunch. Cada uno de nosotros fue provisto de una cajita de cartón que contenía el consabido almuerzo consistente en un sandwich (más un sobre de mostaza), una bolsita de papas fritas y una lustrosa manzana. La primera parte de la reunión fue rutinaria, pero más tarde el bibliotecario jefe pasó a anunciarnos que, si seguíamos adquiriendo libros y revistas al ritmo en que lo hacíamos, en poco tiempo más desbordaríamos la capacidad del macizo edificio de varios pisos que ocupa la principal biblioteca de investigación. Luego, como una consecuencia de lógica irrefutable, nos dijo que seguir usando el sistema normal de almacenar toda clase de material impreso estaba siendo cada vez más obsoleto, oneroso e ineficaz, y que, en el futuro cercano, tendríamos que pasar a su almacenamiento exclusivamente electrónico. En ese punto yo paré las orejas y dejé mi manzana a medio mordisquear.

El funcionario nos explicó cuáles eran las ventajas. Por ejemplo, en vez de tener las distintas ediciones -originales, facsimilares, críticas, anotadas, etc.- de toda la obra de Shakespeare, lo que ya ocupa un enorme espacio físico, la biblioteca podría convertirla, junto con la inmensa crítica sobre el autor, en un chip de pocos centímetros. Lo mismo podía (o debía) hacerse progresivamente con el resto de obras y autores; es decir, abandonar del todo los libros mismos -esos absurdos bloques de papel y cartulina que acumulan polvo, son perecibles y sobre todo ocupan un precioso espacio mientras esperan a sus posibles lectores- y transformar toda esa información en prácticos bytes electrónicos almacenados en diminutos soportes de material casi eterno. Había además otra ventaja: el tránsito de lectores por la biblioteca (y, consecuentemente, el número de empleados necesarios) podría reducirse sin afectar a los usuarios, pues éstos podían consultar las obras desde su computadora doméstica, leer e imprimir cuanto quisieran, sin molestar a nadie y sin tocar un solo libro. A esas alturas, ya sentía unos escalofríos por la espalda, y más cuando la gran mayoría de mis colegas tuvo un rapto de entusiasmo y celebraron las posibilidades que el futuro iba a traer para todos. Me marché, solitario y con el rostro ceniciento.

La perspectiva de una biblioteca sin libros, una mera chipoteca digamos así, me parecía un oxímoron perturbador. Era como imaginar un museo sin cuadros o un ballet sin bailarines, reemplazados por imágenes o cuerpos virtuales. Pensé que la idea habría estremecido a Borges, que no podía leer, por su ceguera, pero que amaba los libros, los acariciaba y los veía en sus sueños. Me pregunté qué habría pensado el maestro de esta biblioteca ilegible salvo con computadora. ¿Le parecería una versión aún más atroz de lo que imaginó en La biblioteca de Babel, ese infierno de galerías hexagonales que se repiten idénticas, que contiene todas las posibles variantes verbales de todos los lenguajes (incluyendo 'Axaxaxas mlö') y que tal vez fuese 'ilimitada y periódica'? ¿Como sería entrar a ese recinto casi vacío, salvo por las pequeñas fichas de plástico y los pocos ciberlectores, en el que Homero, Lope de Vega, Proust, Joyce o Neruda podían caber, enteros, en la mano, digitalizados y codificados para toda la eternidad? ¿Sería Kafka más o menos kafkiano dentro de ese sistema?

También pensé que mis objeciones eran una forma banal de romántica nostalgia por la época en que yo usaba máquina de escribir y papel carbón para sacar copias, objetos que hoy parecen casi medievales. Era como lamentar la desaparición de las plumas de ganso y la tipografía de madera. El amor por los libros, el hábito de la letra impresa y el placer de pasar las páginas (que la comunicación electrónica nos roba), ¿serán también cosas del pasado? ¿Acaso yo mismo no disfruto -como casi todos- de las ventajas de leer periódicos en la Red y de usar el correo electrónico?

Pero yo no estaba solo en mis cavilaciones. Casi simultáneamente me enteré de algo no menos inquietante: las bibliotecas públicas en varias partes de Estados Unidos están retirando de sus anaqueles los libros y colecciones enteras de periódicos y revistas que -según sus propias estadísticas- pocos o nadie consulta, para ganar espacio y albergar libros y materiales con mayor lectoría. No sólo eso: algunas bibliotecas han enviado esos materiales a los grandes basureros municipales o los han destruido de otros modos, incluyendo la incineración. Es una realidad que ya fue anticipada por la literatura de ciencia-ficción: en Farenheit 45l (la temperatura a la que arde el papel), Ray Bradbury especuló sobre esa posibilidad en la civilización del futuro. Ese futuro parece haber llegado y ha provocado que se levanten algunas voces de advertencia y protesta.

Entre ellas, la de Nicholson Baker, un novelista convertido en 'activista de bibliotecas', que ha escrito un libro titulado Double fold, donde denuncia lo que él llama 'el ataque contra el papel impreso'.

El título es muy significativo porque se refiere al método que desde hace unos años usan los bibliotecarios para descartar libros: si al doblar una de las páginas cierto número de veces el papel se quiebra, eso indica que no va a resistir mucho tiempo más y que debe ser eliminado; el método varía según la biblioteca: para la de la Universidad de Maryland se requieren sólo dos intentos; en la de Florida (allí el clima es más húmedo) el límite es cinco.

Por cierto, antes de descartarlos, las bibliotecas digitalizan la parte de ese material que consideran conveniente, prodecimiento que brinda a Baker un argumento a favor de conservarlos: cuesta menos trasladarlos a otro lugar donde pueden seguir siendo accesibles a los interesados. Pero el argumento más convincente para mí se refiere a la conservación de las publicaciones periódicas: si reviso, por ejemplo, toda la coleccion digitalizada de EL PAÍS en busca del tema 'Arte moderno', hallaré todo lo referente a eso, pero no lo que estaba al lado en la misma página de la edición original, que puede ser la muerte de Vicente Aleixandre. Es decir, se pierden las posibilidades que brinda el azar al investigador o al simple curioso, aparte de negarle la sensación viva de la contemporaneidad histórica.

Esos azares o coincidencias tienen una gran riqueza potencial, según he comprobado más de una vez. Al consultar una enciclopedia literaria en busca de datos sobre Montaigne, abrí por casualidad la página sobre Juan Montalvo, el ensayista ecuatoriano del siglo XIX, y esa simple contigüidad alfabética me permitió establecer una relación que de otro modo no habría visto. Con los periódicos pasa algo parecido: buscando un asunto doy con otras cosas (una crónica, una foto, incluso un aviso publicitario), todavía más interesante. Cualquiera puede confirmar cuánta razón tenía Corpus Barga cuando decía que el periódico de ayer es viejo, pero el de hace un siglo tiene una inesperada actualidad: la historia es un circuito. La consulta electrónica es más precisa y rápida, sin duda, pero menos amplia y enriquecedora. La era informática nos ha abierto maravillos horizontes, pero ha cerrado otros. Nos está haciendo olvidar que no sólo leemos para estar informados, sino por puro placer, donde no hay ni reglas ni datos cuantificables.

José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.

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