El delirio surrealista de los años treinta
Comisariada por William Jeffett, conservador del estadounidense Museo Salvador Dalí de St. Petersburg (Florida), esta muestra - parte de la estupenda serie Contextos de la Colección Permanente del Museo Thyssen-Bornemisza- gira en torno al cuadro Gradiva encuentra las ruinas en Antropomorphos, pintado entre 1931-1932 y que pertenece al Museo Thyssen, siendo acompañada por otras 13 obras, procedentes de varios museos europeos y americanos, que están fechadas 1926 y 1938, además de por la reproducción en escayola del relieve clásico de Gradiva, de la colección de Sigmund Freud. Con sólo estos datos basta para hacerse una idea del interés y la importancia de esta convocatoria, ya que en ella se recoge no sólo el mejor momento creador del artista español, sino, como quien dice, lo más representativo del surrealismo de los años treinta.
DALÍ: GRADIVA
Museo Thyssen-Bornemisza Paseo del Prado, 8. Madrid Desde el 21 de mayo hasta el 8 de septiembre
Publicada en 1903, la novela Gradiva, del escritor austriaco Wilhem Jensen (donde se narra el tortuoso proceso por el que un joven arqueólogo encuentra el amor en medio de las ruinas de Pompeya a partir de su fascinación por la forma de arquearse el pie descalzo de una joven caminante griega, tal y como aparece en un relieve antiguo conservado en el Museo Vaticano), despertó la atención de Sigmund Freud, que la estudió con detenimiento y publicó su análisis en 1907, formando parte desde entonces de sus ensayos sobre arte y psicoanálisis. Escrita con la elegante y ligera prosa vienesa, no debe extrañarnos el entusiasmo de Freud por esta novela, donde se reúnen muchos rasgos de la personalidad susceptibles de análisis psicológicos: evocación de un mundo infantil reprimido, fetichismo, sueños, etcétera. Fueran cuales fuesen sus méritos literarios, la Gradiva, de Jensen, no habría suscitado el interés de los surrealistas a no ser por la lectura del célebre ensayo de Freud, que les sedujo durante la década de 1930, la del surrealismo 'razonante', en la que Salvador Dalí fue uno de los protagonistas principales, tanto desde el punto de vista teórico como práctico, por lo menos hasta que fue expulsado ominosamente del grupo, tras un juicio, celebrado en el estudio parisino de Breton, su inspirador, un 5 de febrero de 1934.
Rememorando el hecho de su expulsión, hay una consideración de Dalí que resulta indiscutible: 'En verdad, la mascarada de este proceso era tanto más paradójica cuanto que, sin duda, yo era el más surrealista del grupo -el único, quizá- y sin embargo, me acusaban de serlo demasiado'. Si se lee la serie de capítulos que Dalí dedica a este triste evento en Confesiones inconfesables, dejando de lado los rasgos megalomaniacos y grotescos que embute en la narración, no se puede no concordar con lo que afirma en la frase antes citada. Por de pronto, que Breton, en su actuación como fiscal, se paseara, seguramente sin premeditación delante del cuadro Gala Gradiva, que Dalí le había regalado, es un dato, no por casual, insignificante. No lo fue entonces, porque, como bien apunta Dalí, la requisitoria bretoniana, además del detonante político alegado, estaba también basada en la recusación del prototipo de personalidad anal que encarnaba Dalí y el protagonista de la novela de Jensen. Es cierto que Breton había manifestado una admiración inequívoca por ésta, pero por lo que veía en Gradiva -'la que avanza'-, el símbolo del nuevo modelo de belleza que se abría paso en el horizonte moderno, y no, como Dalí, la encarnación de su íntima pulsión perversa, luego desarrollada y celebrada gracias a su encuentro amoroso con Gala. O sea: que lo que enfrentó a ambos al respecto podría ser definido como los dos aspectos antitéticos de un mismo mito, según éste se considerara 'desde fuera' o 'desde dentro', además de encajar muy bien como metáfora del enfrentamiento entre una concepción genital o anal de la sexualidad, o, en fin, entre la 'normalidad' y la 'perversión'. Pues bien, a Breton, que había estudiado medicina, no le gustaban en absoluto esos enfermos que no querían curarse, los perversos, como Dalí, sin duda, pero tampoco los 'anormales', como Bataille o Artaud, o el homosexual Crevel.
Sea como sea, el mito y la nove-
la de Gradiva, por no hablar ya del psicoanálisis de Freud y la interpretación del delirio paranoico según su amigo Jacques Lacan, fueron para Dalí no una simple cuestión estética, sino 'de vida y muerte', porque, sin esta ayuda, seguramente no habría podido definir, ni desarrollar su identidad personal, ni artística. En este sentido, la exposición que comentamos posee una importancia mucho mayor que la anunciada y esperada, porque pone de manifiesto, entre otras cosas, cómo Dalí fue quizá el primero entre los surrealistas en percatarse de la crucial figura de Gradiva, hasta el punto de encontrarla prevista, intuida en cuadros suyos muy tempranos y seguir enganchado a ella hasta fechas muy tardías, utilizándola encima no sólo como nudo gordiano de su propia vida y creación, sino como símbolo de los trágicos acontecimientos históricos que se fueron entonces desarrollando a partir de la guerra civil española. De manera que en la presente muestra nos encontramos con una de las claves para entender la compleja y delirante personalidad daliniana, gran parte del sentido de su obra y la del surrealismo figurativo de los años treinta, y, sobre todo, la 'delgada línea roja' que asedió la posición moral de este movimiento de vanguardia, atrapado entre la sinrazón revolucionaria y el buen sentido burgués de lo piadosamente razonable. Que por lo demás, todo esto lo haya provocado la forma con que un escultor antiguo moldeó el pie de una bella doncella al caminar nos lleva, con entusiasmo, a retomar la vieja polémica sobre la nariz de Cleopatra, al menos desde esa fuente de delirios que es la historia del arte.
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