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Columna
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El monstruo del espejo

La derecha airea el monstruo de sí misma para afianzarse. El argumento, que lo hemos podido escuchar estos días en boca del presidente Aznar, es fascinante: la derecha nos libraría de la extrema derecha que alimenta la izquierda. Apoyar a la izquierda supondría, por lo tanto, alimentar al monstruo. No sé si hay alguna figura lógica que pueda definir esta coincidencia de opuestos, pero hemos de estar preparados para asistir al delirio que se nos viene encima al analizar la realidad por sus efectos secundarios. Los efectos colaterales son siempre imprevisibles y centrarnos en ellos puede suponer un recurso retórico para escamotear la realidad. Pero si nos atenemos a su lógica y no nos detenemos en el encadenamiento de los efectos, la verdad puede adquirir el aspecto del ouroboros o serpiente que se muerde la cola.

Veamos: si el voto de izquierdas promociona a la extrema derecha, para votar izquierda no debo votar a la izquierda sino a la derecha, con lo que evito ese efecto perverso; pero si izquierda y derecha votan a la derecha y evitan así la perversión extrema, nos encontramos con la crisis del sistema democrático por imposición del partido único o bien con una necesaria partición provocada por la vitalidad democrática, que generaría otro partido que, anulada la izquierda por imposibilidad metafísica de existir, sólo podría ser un partido de extrema derecha. Como pueden comprobar, bien haya nacido de la cabeza de Zeus o de la chispa indeseada de un golpe mal dado por el martillo de Hefesto, la extrema derecha es un fenómeno de la derecha y nada le va a la izquierda en ese festín.

Lo contado hasta ahora les puede parecer un jueguecito macabro que me he inventado, pero son tantas las muestras de obnubilación que veo en cada esquina que, lejos de estar inventado por mí, el jueguecito está tan vivo como un gremlim. Y la gran coartada es Francia, tal como nos lo repite el presidente Aznar, a quien le han debido de soplar la idea los obispos mientras lo convencían de la necesidad de confesionalizar la escuela. Francia tiene una escuela laica que debe de ser la responsable de ese fervor por Juana de Arco que le ha entrado al 17%, harto de ver cómo el morerío se educaba en la fe. Y Francia tiene además una política de inmigración integradora, como afirmaba en este periódico Emmanuel Todd; y la ha tenido siempre, gobernara la izquierda o la derecha. Resulta, sin embargo, que esa política integradora es también culpable para el señor Aznar, a pesar de que lleva tiempo clamando por la integración frente a la disgregación multiculturalista, por el thinking París frente al swinging London. Desechadas ambas opciones, tanto el thinking como el swinging, estamos a la espera de que el señor Aznar nos ofrezca su fórmula para evitar la lepenización de España.

De momento nos propone lo religiosamente correcto frente a lo políticamente correcto, malévola actitud esta última que hay que evitar a toda costa, aunque no se sepa muy bien en qué consiste salvo que sea un eufemismo para significar lo siguiente: votar a la izquierda. Y es que no es lo mismo votar incorrecto que votar a la derecha, sino que tiene otro aire, por más que tanta incorrección suponga caer en la corrección, máxime cuando el perfil que se le da sea el del meapilas. La izquierda francesa ha sido capaz de votar en masa a Chirac no por incorrección política, sino por corrección democrática, por defender los valores de la República frente al integrismo y la xenofobia, lo que no deja lugar a dudas sobre cuál es su apuesta. Sin embargo, este valor incontestable de la izquierda francesa nos lo escamotea el señor Aznar con volatines inspirados por teóricos de salón, que descubren los males de la izquierda en una fórmula salvadora que les impide pensar en los bienes a los que se entregan. Han descubierto la realidad, o sea, la incorrección.

Pero la realidad no es fácil atraparla y no basta para ello con invocarla si luego recurrimos a una teodicea camuflada de modernidad que la explique o ponga remedio. El palo y la zanahoria son recetas demasiado viejas ante una realidad que se pretende en continuo cambio. Tan viejas como señalar al más indefenso como el malo de la película. Y tienen también sus efectos nada colaterales. Puede ser que nos liberen de la corrección política, pero pueden llevarnos igualmente, casi sin darnos cuenta, a una mañana radiante en la que al mirarnos al espejo veamos al señor Le Pen y, satisfechos, no lo reconozcamos.

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