De 'Los Simpsons' a la realidad
La final de Hampden Park fue para Casillas un tránsito hacia la madurez
¿Quién es Giggs? ¿Quién es Keane? ¿Quién es Cole? En la primavera de 2000, Iker Casillas buscaba respuestas en el mundo inhóspito de la alta competición. El portero del Madrid B, recién incorporado al primer equipo, mostraba una indiferencia tranquila hacia las grandes estrellas que exhibían los rivales. Apenas tenía competidores en la plantilla -Illgner estaba lesionado y Bizarri parecía vivir bajo los efectos de un ataque de ansiedad- y en el vestuario gozaba de la consideración de Benjamín. Los capitanes lo protegían como oro en polvo. El mundo le sonreía, el Bernabéu le aclamaba como a una estrella y hasta firmó un buen contrato profesional. Hasta que la suerte se le torció. Le atacaron la angustia, la confusión, las dudas. Fue al banquillo. Lo pasó muy mal. Y en Hampden Park, el miércoles, sobrevivió.
Tras su heroico partido lloró sin parar. Lloró en el campo, en el vestuario, y en el hotel donde cenó. No pudo contener las lágrimas. 'Esta noche, esta temporada, he aprendido muchas cosas', dijo entre sollozos; 'y este deporte me ha dado una felicidad que no esperaba'.
En apenas unas semanas, en la temporada 1999-2000, Casillas pasó de recibir los sopapos dialécticos de John Toshack a parar remates de un tal David Beckham en Old Trafford. Tenía 18 años, era un portento de agilidad y reflejos bajo los palos y, aunque no sabía demasiado de los rivales de la Copa de Europa, tampoco parecía importarle. Sus costumbres eran las de un adolescente disciplinado. Sonreía con asiduidad y mostraba una calma tierna. '¡Todavía soy un niño!', decía sin ruborizarse. Por las tardes, después de entrenarse, miraba los dibujos animados. Los Simpsons, por ejemplo. Y los miércoles y los martes por la noche paraba los tiros de los jugadores del Bayern y el Manchester en los cuartos de final y las semifinales de la Champions. Entonces mostraba esa rara madera de competidor natural. Una serenidad estremecedora en momentos graves y una capacidad de respuesta que fue de gran ayuda en la consecución de la Copa de Europa en París.
A pesar de no corregir su inseguridad en los balones aéreos en los dos años que siguieron, Casillas siempre demostró valor. Fue valiente sobre todo para asegurar su independencia en un vestuario dominado por egos poderosos. Pero perdió la calma cuando César le arrebató la titularidad, el pasado abril. Se sintió perseguido, atacado, víctima de una injusticia. Se le borró la sonrisa recurrente. Debió competir sin privilegios ni tratamiento de bisoño.
Casillas asumió su condición de suplente y antes de ir a Glasgow le dijo a su madre que se quedara en Madrid. Que para qué viajar si él no jugaría. Pero, en plena final, César se rompió el pie izquierdo y él debió saltar al campo sin apenas calentarse. En el corazón del madridismo, sus veinte minutos bajo fuego fueron el acto heroico que atrapó la novena.
Para Casillas, Hampden Park fue algo más. En ese estadio, como en un rito iniciático, cerró el año en el que perdió la inocencia.
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