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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Barcelona entre París y Viena

Uno de los acontecimientos artísticos más potentes de la Barcelona de estos últimos años ha sido la exposición París-Barcelona 1888-1937 en el Museo Picasso, un esfuerzo inaudito, pilotado con mucha inteligencia por la directora del Museo, Maite Ocaña. En él se ha interpretado la dependencia y el intercambio cultural entre las dos ciudades en un periodo fundamental del arte moderno y, además, se ha ofrecido una muestra de sus hitos más significativos.

No ha faltado la correspondiente sección de arquitectura, seguramente la más difícil de compaginar porque en este aspecto las referencias directamente parisienses no son tan evidentes como en la pintura, la escultura y la literatura. Reflexionando sobre la misma exposición, se comprueba que la arquitectura modernista no parece tan adicta al art nouveau francés -o belga y holandés- como a veces se ha pretendido. Los temas ornamentales, las linealidades compositivas de Guimard, de Van de Velde o de Horta, se identifican sólo en arquitectos de eclecticismo impersonal como Sagnier y el Berenguer posgaudiniano o en mueblistas y decoradores que, como Busquets, interpretaban las corrientes de la moda, o como Homar, que no olvidaba, no obstante, la línea relativamente autónoma de Glasgow. No es tan fácil encontrar tan claras referencias en los tres genios del modernismo -Gaudí, Domènech i Montaner y Jujol-, que mantuvieron sendas líneas personales de investigación que los distinguen de los modelos internacionales y que, aproximadamente, corresponden al expresionismo volumétrico, la racionalidad espacial y el formalismo plástico. Quizás en Domènech se encuentran altibajos relacionados, por un lado, con Violet-le-Duc o con Boileau, y por otro, con Berlage y su escuela, pero no precisamente con los estereotipos del art nouveau.

La gran masa de arquitectura modernista que invadió durante años toda Cataluña tiene unas raíces más evidentes en la Sezession vienesa, un movimiento que tuvo una enorme influencia en todo el mundo, no sólo durante el periodo que comentamos, sino en sus extensas derivaciones. La Sezession ofrecía dos ventajas importantes. No era estrictamente revolucionaria, sino confortablemente transicional, con estructuras compositivas ciertamente tradicionales, y ofrecía un código lingüístico que podía utilizarse como un catálogo de estilo en cualquier parte del mundo. Fue el estilo de las casas burguesas de principios de siglo, de los monumentos institucionales de esa misma burguesía y el recurso para esa arquitectura anónima sin arquitecto que va de Praga a Valencia, de Barcelona a La Plata.

En 1903 Jeroni Martorell escribió dos artículos en la revista Catalunya que pusieron en marcha el entusiasmo secesionista. Mientras los pintores viajaban a París, los arquitectos hojeaban revistas austriacas y, cuando podían, se acercaban devotamente a Viena ante el empaque urbanístico del Ring de Otto Wagner o a Darmstadt a emocionarse con las sutilezas domésticas de Olbrich. La mayor parte de ellos importaron simplemente los catálogos estilísticos: Domènech i Estapà (Academia de Ciencias, Palacio de Justicia, hospital Clínico), Soler i March (mercado central de Valencia), Demetri Ribes (estación del Norte) y otros discretos intérpretes de los modelos austriacos.

Pero los más creativos supieron interpretar las variantes secesionistas para imponer cambios importantes en la arquitectura catalana. Masó en Girona empezó con la elegancia de Olbrich, pero muy pronto reconoció las fórmulas de Mackintosh, que en Glasgow había iniciado una derivación, también de origen secesionista, hacia un nuevo clasicismo doméstico. Puig i Cadafalch, 13 años mayor que Masó, se había hecho olbrichiano (casas Trinxet, Sastre i Marquès, Company) después de pasar por los eclecticismos neogóticos, pero en la segunda década del siglo adaptó el legado más clasicista de Wagner (estación de metro de Schönbrunn, obras en el canal del Danubio, iglesia de Steinhof, proyecto de Artibus) e impuso unas nuevas maneras clásicas a la arquitectura catalana. En los dos pabellones de la Exposición de 1929, las casas Guarro y Pich i Pon, su propia vivienda en la calle de Provença, el wagnerianismo monumental ofrece ya uno de los factores estilísticos más decisivos del noucentisme, un movimiento que se suele explicar como retorno al orden clásico con evocación mediterránea, según unas propuestas de Xènius que se justificaron en otras artes plásticas, pero no en arquitectura. La arquitectura noucentista se explica, más que por el mediterranismo y el italianismo, por sus raíces claramente centroeuropeas.

Habrá que esperar la llegada del art déco para que prevalezca la relación París-Barcelona, aunque también podríamos encontrar en este decorativismo un origen secesionista siguiendo la línea de Hoffmann, que en la casa Primavesi y quizá en el palacio Stoclet apuntó un lenguaje que luego en la Exposición de París de 1925 se adulteró con la delicuescencia del boudoir elegante. Pero la arquitectura catalana reconoció el estilo en París y los noucentistes acabaron asumiendo sus recursos decorativos y aparentaron liquidar las raíces estrictamente vienesas.

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Queda todavía el último capítulo: el racionalismo de los años treinta, cuando Sert, al frente del GATCPAC, trae a Barcelona a Le Corbusier. Es un capítulo de ida y vuelta porque Sert acabará devolviendo a París el testimonio de la arquitectura moderna con el pabellón de la República Española en la Exposición de 1937, marcada por la arquitectura nazi, fascista, estaliniana y por la vulgaridad folclórica y la pedantería monumental de los franceses. La exposición París-Barcelona del Museo Picasso termina precisamente con este contrapeso catalán al momento más bajo de la arquitectura francesa.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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