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Columna
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Sentimentales

Ojo con los sentimentales. Cuando me dicen de alquien que es un sentimental de tomo y lomo, me temo lo peor. Esas personas que se pasan el día recordándonos su sentimentalismo, lo mucho que han llorado con el último libro de Gala o los pañuelos que echaron a perder viendo cualquier película de Garci me dan bastante miedo, qué quieren que les diga, no me fío.

Alguien ha escrito o dicho que los sentimentales no tienen sentimientos. No disiento. Me parece bastante acertada la definición, aunque, naturalmente, hemos de concederles (a los sentimentales) un margen de confianza, al menos hasta que se demuestre de modo fehaciente que han matado a sus padres con Cucal o que dirigen una red de tráfico de enanos. Claro que los sentimentales suelen ser más modestos y entretener sus horas flagelando a sus hijos, despidiendo empleados en sus grandes o pequeñas empresas, prevaricando desde alguna poltrona o poltroncilla o denunciando al perro del vecino.

Vivimos en un tiempo donde los sentimientos, de tan manoseados, han terminado como flores podridas. Aquellos culebrones iniciáticos que llegaron de América a finales de los años 80 anunciaban el principio del fin. Uno observa el espejo retrovisor de la televisión y le llegan los gritos y los llantos, los aplausos histéricos de gentes aplaudiéndose a sí mismas cada vez con más fuerza, de concursantes cada vez más absurdos que cada vez se abrazan y repelen con más ímpetu. El sonido no deja de subir, hay que apagar la caja luminosa si uno no quiere, definitivamente, dar en sordo o en loco o las dos cosas.

Los psicólogos que atienden las consultas de los suplementos de papel cuché nos invitan a dar rienda suelta a nuestros sentimientos. Tenemos que abrazarnos y querernos y odiarnos como los concursantes de la televisión que tanto excitan al gran Gustavo Bueno. Estar callado o serio es lo más parecido a estar muerto. Es la revolución sentimental: un cedé de new age a toda tralla.

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