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Columna
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Bárbaros

En estado de gracia escribió Kavafis su poema sobre la existencia o inexistencia de los bárbaros. Parte el poeta alejandrino de la expectativa creada por el anuncio de la inmediata invasión de los bárbaros, las conductas dispuestas a metabolizar la barbarie anunciada y finalmente, ante la no aparición, la duda de su existencia. ¿Y si no existieran? Con una osadía sólo contemplable en alguien que ha prolongado la adolescencia sensible más allá de los 50 años, escribí por entonces que es inútil esperar a los bárbaros externos pero que es evidente la existencia de bárbaros internos. Nuestros bárbaros. Hay que reconocerlo sin caer en la tentación de la señora esposa de un escandaloso alcalde lerrouxista de Barcelona, el señor Pich i Pon. En el Liceo la dama y sus amigas repasaban con anteojos a las fulanas de los principales prohombres de la ciudad, incluido su marido, y pasó al fulaneo comparativo cuando le confesó a una amiga: ¿Sabes qué te digo? Que la mejor es la nuestra.

No. No hay que cegarse con nuestros bárbaros pensando que son mejores que otros y ante los cotidianos, crecientes, salvajes casos de brutalidades cometidas contra inmigrantes africanos o ecuatorianos o los ahorcamientos de perros en la ancha Castilla cuando ya ha terminado la temporada de caza, que a nadie se le ocurra agradecerle a ningún Dios que no tengamos un Le Pen como tienen los franceses.

Observo que la amenaza Le Pen ha acentuado la tendencia tan acreditada como acretinada de hablar o escribir sobre la decadencia francesa, una nación Estado que nos da sopas con honda en casi todo menos en horas solares. Desde la asistencia social hasta la elaboración cultural, pasando por la capacidad de mantener la pluralidad en tiempos de pensamiento uno, grande y libre, Francia sigue siendo el referente democrático y civilizatorio ejemplar y les ha crecido Le Pen porque la izquierda trató de achicar la demagogia contra los extranjeros y porque esa misma izquierda dividida olvidó que los bárbaros no llegan de fuera y es gravemente erróneo observarlos con catalejo para decidir: ¿Sabes qué te digo? Los mejores son los nuestros.

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