De don nadie a campeón
Rafa Benítez llega al éxito tras aceptar que el vestuario rechazara normas y, tras muchas dudas, definir el equipo en la segunda vuelta
Lo primero que llama la atención en Rafa Benítez, madrileño de 42 años, es la fe ciega en sí mismo y en sus posibilidades como técnico. 'Si es que soy muy bueno; ya me lo dice mi mujer', comentó en cierta ocasión. De no creérselo tanto, no habría aceptado el peliagudo reto que le sirvió el Valencia en junio pasado: entrenar a un equipo que había perdido las dos últimas finales de la Liga de Campeones, con una afición exigente que no iba a conformarse con menos.
Benítez se presentó en Mestalla con un saco de inconvenientes: escaso cartel en Primera y un discurso anodino, plagado de tópicos. Los comienzos fueron duros, recibido de uñas por parte de la hinchada y de la prensa. También por el vestuario, que, harto de aguantar las exigencias del sargento Cúper, al que temía, se negaba a aceptar la meticulosidad de un don nadie en esos momentos. Algunos jugadores lo acusaron de querer tratarlos como a juveniles porque, en su afán de demostrar su autoridad desde el principio, Benítez les presentó unas nuevas normas disciplinarias: a las 23.00 horas todos debían estar en casa; no debían llevar a sus hijos a los entrenamientos; y, por si fuera poco, el preparador les restringió el uso de ciertos alimentos: la paellita del sábado, el helado solamente si era desnatado... En fin, la plantilla dijo que no. Y Benítez cedió.
Averigua que el portero rival ha ganado gramos de grasa en el costado y ordena que tiren raso
El raquítico fútbol del Valencia en la primera vuelta contribuyó a los conatos de motín. Hubo rebeliones de Kily González, Salva, Angulo e incluso Vicente. El técnico no acabó de definir su estilo, dudó durante la primera manga si mandar a su equipo al ataque o amarrarlo como fuera. Los futbolistas le expusieron la queja: querían jugársela de una vez por todas. El secretario técnico, Javier Subirats, se unió a la petición: quería un Valencia más atrevido. Y Benítez, que acumulaba nueve empates y llevaba cinco partidos seguidos sin ganar, reaccionó, con la soga al cuello, en el partido del 15 de diciembre en Montjuïc, cuando dispuso a tres delanteros en la segunda parte: Mista, Ilie y Salva, y le remontó al Espanyol un 0-2 que lo habría echado a la calle.
Ese día Benítez se desmelenó. Se liberó en gran parte de la tensión que lo había constreñido. Empezó a ver la luz con el regreso, después de una lesión de más de cinco meses, del jugador que iba a ser su bandera: Baraja. Con su entrada, la mejora fue inmediata, pero el técnico aún habría de solucionar otro gran problema: Pablo Aimar, a quien no supo dónde meterlo. Le disgustaba su perfil de media punta suramericano muy puro. Lo sacó y lo metió en el once sin ninguna continuidad, lo trató como a un actor de reparto, hasta que llegó un partido en el que Pablito reclamó a gritos su condición de figura. Fue el 17 de febrero en El Madrigal. Salió al campo en el último cuarto de hora y revolucionó el choque. Desde ese instante hasta el final de la Liga, Aimar se convirtió en el favorito de la hinchada, y lo hizo actuando de segundo delantero, con lo que Benítez encontró así la salida del laberinto. Eso le permitió, a su vez, juntar a Albelda y Baraja en el centro del campo.
Desde entonces, con algunas intermitencias, el Valencia ha jugado un fútbol recio, brillante y voraz, un poco de todo. Y alcanzó la última parte de la Liga como un bólido, con más ritmo que sus rivales. Llegó fresco al final del curso, según Benítez gracias a las rotaciones. Una teoría, no obstante, que aplicó preferentemente en los puestos que no le gustaron, los delanteros, pues Curro Torres y Albelda, por ejemplo, actuaron casi siempre.
Técnico de carácter frío y calculador, dialogante con los jugadores, estudioso obsesivo del fútbol y amante del calcio, Benítez es capaz de saber que el portero del conjunto rival ha ganado unos gramos de grasa en el costado, por lo que ordena a sus muchachos que le disparen a ras de suelo. Asegura conocer los kilómetros que corren sus chicos en cada partido, a través de un sofisticado sistema de medición, y presume de hacer jugar a su equipo 40 metros por delante de su portero. Su gran ídolo es Arrigo Sacchi, a quien llega incluso a citar con cierto aire de solemnidad. 'Como dice Sacchi...'.
Su carrera como futbolista, zurdo y medio centro, fue modesta y escasa: militó en las categorías inferiores del Madrid antes de deambular por la Tercera y la Segunda B en el Parla y el Linares, además de participar en la Universiada de México de 1979, su mejor recuerdo. Puesto que una lesión le frustró muy joven, su deseo de convertirse en entrenador de élite ha sido un motor muy poderoso. A los 29 años ya tenía el título nacional. Y a los 22 se había licenciado en Educación Física. Con los títulos en el bolsillo, dio conferencias de fútbol, frecuentó como comentarista los medios de comunicación e incluso vendió por Internet vídeos de sus entrenamientos. Su carrera había comenzado.
Se ganó prestigio de técnico precoz y preparado en ciertos círculos del Madrid cuando entrenó en la cantera. De ahí empezó un peregrinaje que le llevó al Valladolid y a Osasuna con poco éxito, antes de ascender y descender al Extremadura entre 1997 y 1999. Su gran campaña en el Tenerife el año pasado le condujo al Valencia. Su meticulosidad, capacidad de trabajo y de negociación con los futbolistas, a la historia de Mestalla. Ha superado la prueba del helado.
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