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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Rodeados de posibles heroísmos

Es un indicio de vitalidad que los intelectuales valencianos dejen de preguntarse qué habría dicho Fuster, un tanto a la manera del síndrome Lubistch en Billy Wilder, para empezar a decir la suya

Periferias

Una cuestión política que suscita una y otra vez la lectura del libro de Adolf Beltran sobre la sociedad valenciana y la cultura de masas durante el siglo recién pasado tiene que ver con la naciente reflexión periférica que sustituiría de una vez por todas a la famosa genuflexión provinciana tan detestada por Joan Fuster. El asunto va de periferias y de cuestiones. O al revés. La cuestión vasca, la cuestión catalana, deben buena parte de su prestigio a problemas vinculados con la gobernabilidad de España desde Madrid. El pobre Unamuno, tendiendo puentes desde la ilusoria superioridad de Castilla hacia la cultura catalana. Ridruejo mismo, cuando soñó cara a la luna que dejaba de ser falangista castellano y tradujo a Josep Pla. Sobre todo eso, aquí, ningún problema refulgente. En el libro de Adolf se encuentra la clave para comprender, entre otras cosas, cómo un pollo de Cartagena, ajeno a cualquier apego valencianista, se hace con el poder político que representa a todos los valencianos por mayoría absoluta.

Periodismo, literatura

Un tanto a la manera del monstruo del lago Ness, de vez en cuando reaparece el viejo asunto de las relaciones entre periodismo y literatura, con una reiteración inconclusa que muestra bien a las claras la pervivencia de una historia interminable. Se puede hacer literatura en el periodismo, pero quien intente lo contrario dejará constancia de su escasa ambición estética. Es lo que ocurre con Blasco Ibáñez o con Ernest Hemingway, excelentes periodistas que hicieron novelas mediocres, y con tantos otros algo más próximos que me callo. Más o menos casi todo el mundo puede cuadrar una columna de cuarenta líneas de manera que le quede bonita, pero se requiere de otro estilo y de otro aliento para sentarse a escribir Cien años de soledad y que te salga redonda. Es la barrera, a veces brutal pero siempre exacta, que distingue el oficio del talento. Es posible que exista el oficio de escribir, pero no tanto el de escritor.

Tartarín de Tarancón

La interminable expresión facial de Manuel Tarancón anunciando el veto a la filología catalana oscilaba entre el regocijo de la Rosa de Operación Triunfo y la del crío que acaba de hacer una maldad y está seguro de producir cierto estupor. En realidad, nada puede extrañarnos de alguien que prefiere las antigüedades en su menú de lectura y que ha dejado claro una y otra vez su escaso margen de maniobra al frente de un departamento de Cultura cuyo capital asienta en otras manos. La anécdota jovial de Tarancón no puede ocultar el meollo del asunto, y es que los poderes que representa no pueden zanjar así como así el conflicto lingüístico por si les conviene en algún momento aventar de nuevo sus cenizas. Guardar ese balín en la recámara es recurso de miserables, claro, pero cuándo, a ver, ha sido esta gente generosa.

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Al abrigo de la infancia

Haber sido titular indiscutible de una infancia, la que sea, no autoriza así como así a usurpar también su propiedad, porque la edad temprana ya no pertenece a quienes la sobrevivieron. Uno de los libros más prescindibles de Fernando Savater es La infancia recuperada, no tanto porque atienda a un objetivo inalcanzable como debido a que se trata de un asunto desprovisto de todo interés. Contra ese libro, conviene recordarlo, escribió Juan Benet uno de sus más feroces artículos en este periódico, Pan y chocolate, en el que ponía en entredicho la uniformidad de la merienda escolar para defender la opción personal una vez se pasa el umbral -umbral, vaya- irreversible de la adolescencia. La infancia ocurre, la madurez se gana. Una observación de nada, de no ser por la infantilidad impostada de quienes parecen optar muchas veces, ya sin gracia ni inocencia, por todo lo contrario.

Concienciar a bombazos

No se sabe bien qué han querido demostrar esta vez los alegres muchachos de ETA con su bombazo junto al Bernabeu, si celebrar a su manera el Primero de Mayo o terminar también con los encuentros de fútbol de máxima rivalidad, aunque su alarde publicitario queda cerca del niño que recurre a la rabieta para llamar la atención. Ya hace mucho tiempo, quizá desde siempre, que esos profesionales del pánico liquidan cualquier asomo de reivindicación nacional y obrera mediante el rudo recurso a una contundencia que revienta cualquier debate. Si la salvajada madrileña hubiera conseguido el aplazamiento de uno de los partidos del siglo, contentos estarían los más o menos quinientos millones de currantes y nacionalistas de todo el mundo que lo siguieron por las teles.

Periodismo, literatura

Un tanto a la manera del monstruo del lago Ness, de vez en cuando reaparece el viejo asunto de las relaciones entre periodismo y literatura, con una reiteración inconclusa que muestra bien a las claras la pervivencia de una historia interminable. Se puede hacer literatura en el periodismo, pero quien intente lo contrario dejará constancia de su escasa ambición estética. Es lo que ocurre con Blasco Ibáñez o con Ernest Hemingway, excelentes periodistas que hicieron novelas mediocres, y con tantos otros algo más próximos que me callo. Más o menos casi todo el mundo puede cuadrar una columna de cuarenta líneas de manera que le quede bonita, pero se requiere de otro estilo y de otro aliento para sentarse a escribir Cien años de soledad y que te salga redonda. Es la barrera, a veces brutal pero siempre exacta, que distingue el oficio del talento. Es posible que exista el oficio de escribir, pero no tanto el de escritor.

Tartarín de Tarancón

La interminable expresión facial de Manuel Tarancón anunciando el veto a la filología catalana oscilaba entre el regocijo de la Rosa de Operación Triunfo y la del crío que acaba de hacer una maldad y está seguro de producir cierto estupor. En realidad, nada puede extrañarnos de alguien que prefiere las antigüedades en su menú de lectura y que ha dejado claro una y otra vez su escaso margen de maniobra al frente de un departamento de Cultura cuyo capital asienta en otras manos. La anécdota jovial de Tarancón no puede ocultar el meollo del asunto, y es que los poderes que representa no pueden zanjar así como así el conflicto lingüístico por si les conviene en algún momento aventar de nuevo sus cenizas. Guardar ese balín en la recámara es recurso de miserables, claro, pero cuándo, a ver, ha sido esta gente generosa.

Al abrigo de la infancia

Haber sido titular indiscutible de una infancia, la que sea, no autoriza así como así a usurpar también su propiedad, porque la edad temprana ya no pertenece a quienes la sobrevivieron. Uno de los libros más prescindibles de Fernando Savater es La infancia recuperada, no tanto porque atienda a un objetivo inalcanzable como debido a que se trata de un asunto desprovisto de todo interés. Contra ese libro, conviene recordarlo, escribió Juan Benet uno de sus más feroces artículos en este periódico, Pan y chocolate, en el que ponía en entredicho la uniformidad de la merienda escolar para defender la opción personal una vez se pasa el umbral -umbral, vaya- irreversible de la adolescencia. La infancia ocurre, la madurez se gana. Una observación de nada, de no ser por la infantilidad impostada de quienes parecen optar muchas veces, ya sin gracia ni inocencia, por todo lo contrario.

Concienciar a bombazos

No se sabe bien qué han querido demostrar esta vez los alegres muchachos de ETA con su bombazo junto al Bernabeu, si celebrar a su manera el Primero de Mayo o terminar también con los encuentros de fútbol de máxima rivalidad, aunque su alarde publicitario queda cerca del niño que recurre a la rabieta para llamar la atención. Ya hace mucho tiempo, quizá desde siempre, que esos profesionales del pánico liquidan cualquier asomo de reivindicación nacional y obrera mediante el rudo recurso a una contundencia que revienta cualquier debate. Si la salvajada madrileña hubiera conseguido el aplazamiento de uno de los partidos del siglo, contentos estarían los más o menos quinientos millones de currantes y nacionalistas de todo el mundo que lo siguieron por las teles.

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