Ásperos dones
Los editores suecos se ahorran la vergonzosa picaresca de ir a las librerías y comprar docenas de libros de su propia editorial para aumentar el número de ejemplares vendidos e irrumpir, así, en los primeros puestos de la lista de títulos de mayor éxito: es una de las consecuencias de la sensatez que permite que los rankings que aparecen en los suplementos de cultura de los periódicos de Suecia no estén dominados por la cantidad, sino por la calidad, que sea la voz de los profesionales de la lectura la que se oiga por encima de la naturaleza caprichosa de la moda, de la lucha promocional, y de la carrera en pos de la figuración. Uno de los privilegios que ofrece esta práctica es que el lector sueco encuentra destacadas las mejores propuestas que ofrece la industria editorial, más allá del triunfo mercantil y según el juicio formulado por una nómina de críticos literarios. No es menor la importancia de otra ventaja que proporciona la voluntad de primar la jerarquía estética en lugar de la comercial, y es que cualquier desconocido que debute con una obra literaria, por minúscula que sea la editorial y por inexistente que sea la campaña publicitaria, puede acceder a los puestos de honor del ranking. Es la observación de los fenómenos literarios mediante un estilo diferente, menos salvaje y más acorde con la dignidad artística, un deseo de impedir que la literatura con mayúscula se vea invadida por los fantoches y otros enmascarados que ocultan la corriente silenciosa de las buenas letras.
Caterina Pascual pertenece a la estirpe de escritores que creen sólo hay que escribir cuando ya se ha vivido
Otra manera de incentivar a los editores suecos para que no pierdan el control de sus actos, para que no olviden que lo importante de la literatura es la literatura, es la estrategia que la Asociación de Escritores Suecos creó con el Premio Katapultprist, un solvente galardón que se concede cada año a la mejor ópera prima editada: en vez del silencio, de la marginación en el espacio de las librerías o, como mucho, de cierto eco pasajero gracias a algún articulillo encomiástico, el escritor sueco cuya primera obra es distinguida con el favor del premio puede contemplar, con estupor, con orgullo, con miedo, cómo accede su libro a los lugares más visibles de los escaparates de las librerías, cómo su nombre ocupa sin tacañería las mejores páginas de los periódicos y de las revistas literarias (porque en Suecia existen revistas de libros), cómo los lectores se vuelcan en la obra premiada para comprobar el acierto del veredicto. Es otra forma de concebir la maquinaria social que rodea la literatura, y que no sería descabellado importar a estos pagos, aunque lo cierto es que hace tiempo que no se oye insistir a Jordi Pujol en el proyecto de trasladar a Cataluña algo parecido al rigor de la vida pública que se respira en Suecia, no se sabe si porque cree haber alcanzado ya el objetivo o porque, con el paso de los años, ha descubierto que Josep Pla tenía razón cuando opinaba que el negocio no era demasiado factible por el sencillo motivo de que en España no hay suecos. Hay el mito veraniego de las suecas en la costa, es cierto, y existe también una mítica Associació d'Escriptors en Llengua Catalana, pero sus asuntos deben andar en otros menesteres porque no hay noticia de que sus miembros catapulten ninguna ópera prima hacia el olimpo de la literatura, todo lo contrario de lo que le ha sucedido a Caterina Pascual Söderbaum, autora de Sonetten om andningen, El soneto de la respiración, último premio Katapultprist, apabullada por el recibimiento inmejorable de la crítica ('equilibrio perfecto', 'trabajo alquímico realizado con la alegría del explorador', 'un libro melancólico, iracundo y bello', 'una atmósfera construida con repeticiones secretas y enigmáticas') a pesar de vivir a muchos kilómetros de distancia de los núcleos literarios suecos. Porque, como si quisiera desmentir la afirmación de Josep Pla, Caterina Pascual vive en Jafre, en pleno Empordà, después de haber vagabundeado por medio mundo, después de haber residido en Londres y en Buenos Aires, después de haber buscado en Brasil una inexistente playa paradisíaca que le otorgara algo de paz anímica, después de haber trabajado en una prisión de Estocolmo y después de haber cuidado el pabellón de esquizofrénicos del psiquiátrico de Upsala.
Podría recordar cómo la conocí, a principios de los años ochenta, cuando ambos vivíamos en Girona y frecuentábamos los mismos bares, podría recordar más de un episodio delirante en un antro que no cerraba de madrugada porque el propietario era un asmático que no podía dormir, o podría recordar la paciencia que tuvo cuando daba clases de sueco y me convertí en alumno suyo. Podría recordar sus súbitas desapariciones y la satisfacción de los reencuentros, pero prefiero convocar algunos rasgos de su carácter, que funcionarían como pistas válidas para esclarecer su tarea de escritora. Caterina Pascual pertenece a la estirpe de escritores que creen cierta la máxima de que sólo hay que escribir una vez que se ha vivido, y no sería extraño que tuviera también la certeza de que un escritor es alguien que jamás tiene motivo para quejarse, pero que debe saber privarse de casi todo excepto del dolor, el lirismo, el desengaño y la desesperación del acto creativo: los cuatro relatos de El soneto de la respiración, que consiguen el prodigio de transformar las palabras en el traje hecho rigurosamente a la medida del pensamiento, tal como deseaba Jules Renard, son cuatro viajes al límite del infierno moral, cuatro descensos hasta el infierno de la creación de donde se emerge -y envidio al lector competente en sueco- catapultado y revitalizado gracias a los estallidos de belleza y los ásperos dones que se recogen, fruto de las tempestades interiores de unos personajes cercanos a territorios mortales, gracias a la corriente silenciosa de excelente literatura que Caterina Pascual Söderbaum ha reunido meticulosamente en las páginas de El soneto de la respiración.
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