El autor
Leer constituye un acto religioso por varios motivos. No sólo porque, como muy bien ilustra Alberto Manguel, la acción de leer lleve implícita ese grave ceremonial que habitualmente asociamos a la liturgia (respetar ciertos espacios, ciertas posturas, momentos, olor y textura del papel, incluso la serie de gestos que debe iniciar la primera línea). A veces, la lectura llega a penetrar en el ámbito turbio de lo teológico y sus misterios; no en vano, leer es la forma más básica y primaria de prestar sentido, de hallar un esqueleto, un argumento, una historia debajo de una azarosa salpicadura de signos, sean cifras sobre un papel, dibujos en la arena o huesos de animal junto a la hoguera. Nuestra vida, los sucesos y las personas de las que tenemos noticia diariamente cuando encendemos la televisión o subimos al autobús, resultan borrosos, inexactos, faltos de definición; a veces el destino es chusco y resuelve el matrimonio de una vecina o las aspiraciones de un sobrino que adora los vuelos interestelares del modo más apresurado y asimétrico, sin respetar las leyes de la buena narración. En los libros todo es distinto. De algún modo oculto y secreto, las cosas suceden cuando tienen que hacerlo, buenos y malos reciben su merecido, ese enorme bazar de detalles, decepciones, anhelos y certezas que constituye la realidad se transforma en algo nítido, organizado, en una orquesta bien afinada. Leer nos devuelve la confianza en el mundo, la sospecha de que un devenir tuerto y chapucero obedece un plan subrepticio dotado de justicia poética. El autor se convierte, entonces, en el sustitutivo más eficaz de ese ser trascendente que la insatisfacción de todo ser humano necesita: la mano que ordena el universo, aunque sólo sea sobre las modestas dimensiones de un papel, merece que la veneren, como esos despojos milagrosos que se guardan en las sacristías de los templos.
La Feria del Libro de Sevilla, resucitada, corregida y aumentada, permite durante estas semanas practicar esa idolatría de la que en el Sur andamos tan faltos, y que es el besamanos del autor. No nos importa esperar nuestro turno bajo un sol de justicia, al final de una cola que avanza demasiado despacio. Al final nos acercamos a la caseta, extraemos de la bolsa los tres o cuatro volúmenes que hemos logrado conjuntar en casa espulgando al azar la biblioteca, y los tendemos sobre el mostrador. El encuentro con el autor constituye un confuso gazpacho de fervor, ternura y lástima: nos parece más viejo, más feo y menos importante que las fotos que decoran las contraportadas. De pronto, nos sube a los labios la urgencia de confesar algo, de dar las gracias con atropello, de expresar la intimidad imposible que nos une a aquel desconocido; pero el silencio vence siempre a la sinceridad. Muy amablemente, el autor abre la primera página del libro, empuña su bolígrafo y pregunta con dulzura: '¿Para quién?'. Escucha el nombre que le mascullamos mientras parpadea y luego lo estampa con un garabato rápido, testimoniándole mucho afecto e indicando la fecha. Por un momento, antes de marcharnos, estamos tentados de rozar con fingida distracción la mano que dibuja las rúbricas, para ver si nos contagia algo: pero la cola no perdona y la persona de detrás ya tiene derecho a sus dos líneas.
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