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Columna
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Amigo

Al comenzar a relacionarnos solemos tener un singular amigo, el compañero de juegos, del colegio, de las confidencias adolescentes, el vecino de petate en la abolida mili, y algunos duran toda la vida. Hay personas que se buscan, se necesitan, se reúnen con poco o nada que decirse. La amistad entre hombres -es un arcano la relativa al otro sexo- fragua cuando se ha consumido el torbellino de las pasiones, la ambición, la concupiscencia, la rivalidad, esa ancha plataforma sobre la que instalamos los pies. O sea, cuando de todo eso apenas queda la ceniza. En edad juvenil y adulta, el varón intuye que ha de desenvolverse solo y procurar el aniquilamiento de los competidores, cuando percibe en el prójimo no un hombro donde apoyarse, sino sobre el que tomar impulso para llegar más alto, más lejos. El amor, los hijos, los padres, son accidentes intransferibles, cuyo cuidado atañe poco al íntimo destino personal de cada uno. Puede que se elija con acierto la pareja, pero eso tiene que ver, en gran medida, con el instinto de supervivencia. La atracción física es transitoria y rara vez perdurable, por causa de la naturaleza cambiante, de los vientos que mudan la veleta que en el corazón llevamos clavada. Como de la Roma que cantó Quevedo, se esfuma lo fundamental y sólo lo fugitivo permanece.

Observo, desde la desmerecida atalaya de la última edad, que son frecuentes las parejas de hombres ancianos; constituyen una curiosa entidad que nada tiene que ver con la cohabitación. Incluso de dispares procedencias, formación y predilecciones. Cuando se deja atrás el cotidiano ajetreo, la lucha por el pan, el hombre viejo tiende a reunirse con otro hombre viejo para pasear, tomar el sol, un vinito o una limonada. Es el hallazgo del álter ego en el que mirarse cuando ya se avista el último recodo del camino. Los recién nacidos se parecen y los provectos vuelven a igualarse en el aspecto, reducidos de estatura, tallados por las arrugas. En el otro se reconoce la memoria analógica de los buenos tiempos y sus flaquezas, y se valoran los silencios. No es indispensable que sean solitarios ni abandonados o alejados de la familia. La soledad, como el DNI, es personal e intransferible. El encuentro diario, semanal, con fecha fija o azarosa, supone un brindis sobreentendido hacia el pasado y, sobre todo, una chispa de esperanza en el futuro tan breve, tan inmediato.

Un emparejamiento cenital, con intercambio de información acerca de los achaques y sus ilusorios remedios, rara vez sobre las desventuras. Gente sumamente pudorosa, huelgan las confidencias directas; el pretérito es un difuso territorio común, donde tienen cabida la falacia, el embrollo, el falseamiento de territorio común en el que tienen acomodo hechos o situaciones, ciertas o inventadas, que no se reprochan, se escuchan. No es general. Hay quien se refugia en la melancolía acolchada de la monogamia y los que -sin oficio ya, ni tarea- buscan entretenimiento en las cartas de la baraja o en las fichas del dominó, algo bien legítimo. Pero tengo observado, en este Madrid acogedor e igualitario, la proliferación de duetos terminales entre náufragos de una larga travesía que se juntan para nada. Es un concepto diverso de la amistad que, en edades precedentes, casi nunca está equilibrada: siempre hay uno más amigo que el otro, el que da y el que pide, el que triunfa y su tributario, el héroe y el escudero.

En este caso vienen compensados los humores porque ha desaparecido la noción del toma y daca, o se ha mitigado considerablemente. Puede uno ser rico y pobre el otro, el terreno en que se encuentran, sea el banco de un jardín o el mostrador de un bar o una taberna, no reclama condición social ni fortuna.

He dejado en el camino gran número de amigos y ahora suelo encontrarme con otro jubilado, que procede de un mundo distinto. Nos referimos recuerdos vividos por separado, cada uno paga lo suyo y dosificamos nuestra disparidad de criterio en política, en fútbol, en los toros y la televisión y el resto de las cosas que pasan. Un joven contertulio, el joyero Arsenio Díaz, suele saludarnos con acento risueño: '¡Aquí tenemos al Lute y al Lolo!'. No nos molesta, aunque tan lejos estemos de tan legendarias figuras y no sea ésa su intención. A veces, entre nosotros, sólo se cambian algunas observaciones imparciales: 'Vas por la tercera copa'. O '¿Piensas ir al funeral de Menganito?'. Rara vez estamos tristes; melancólicos quizás, cada uno con sus memorias.

El día que falte uno de nosotros yo seguiré yendo al bar, mientras pueda. No estamos para conocer gente y hacer amigos nuevos.

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