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Tribuna:DEBATE | Repensar la democracia
Tribuna
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¿Repensar o rehacer?

El triunfo de la extrema derecha en Francia apartando de la competición política a la izquierda nos ha dejado atónitos. No se trata de una 'excepción francesa', como demuestra el auge de la extrema derecha en Austria, Italia, Bélgica, Dinamarca y Holanda. Ante amenazas y contratiempos de este calado se alzan muchas voces invitando a repensar la democracia. Algunas de esas invitaciones suenan a invocación rutinaria y a coartada para un nuevo aplazamiento de una terapia ya inaplazable. ¿Acaso se ha dejado de repensar la democracia? Pensaron sobre el asunto las mejores cabezas del periodo de entreguerras, si bien con más brillantez que acierto. Posteriormente, esa misma voluntad de repensar la democracia explica la recuperación de la teoría política tras la convulsión del Mayo del 68 y ha venido estimulando muchos de los análisis de los últimos años sobre el alcance de la caída del muro, el fenómeno de globalización o los atentados del pasado 11 de septiembre. Es verdad que ese incesante repensar la democracia ha producido rendimientos desiguales: lo mismo elucubraciones sin mordiente político que propuestas imposibles o disparatadas; pero también ha permitido identificar con claridad algunas patologías que amenazan el futuro de la institución democrática. Así pues, no se trata tanto de repensar cuanto de tomarse en serio lo ya pensado.

¿Qué hacer entonces? Empecemos por distinguir aquello que en las actuales condiciones la democracia no puede, no sabe o simplemente no quiere hacer. Así por ejemplo, y como ha dicho Robert Dahl, no resulta factible la tan invocada democracia supraestatal; a lo sumo podemos aspirar a la construcción de instituciones y coaliciones supranacionales cuyos objetivos e iniciativas no sean incongruentes con las ¿¿instituciones?? democráticas. Por otro lado, la deriva plebiscitaria, mediática e incluso totalitaria de algunas de nuestras democracias ha terminado por triturar a la institución de la representación política. Enfrentados al desafío de tener que reinventar la representación no sabemos cómo se hace eso sin producir más daños que beneficios. Tampoco disponen las instituciones democráticas de recursos y mecanismos como para habérselas de un modo competente con la creciente complejidad social o con los retos que continuamente le plantea el desarrollo del conocimiento o la nueva política de la vida y la naturaleza. Son algunos ejemplos de lo que la democracia, hoy por hoy, no puede o no sabe hacer; pero también hay ciertas cosas que se saben, se pueden y que, como en el caso de las tres cuestiones siguientes, no se quieren hacer. Y eso sí que está causando estragos en el estado de la democracia.

1. El lugar de los principios. La democracia por definición lleva incorporados en sus procedimientos principios y bienes políticos diversos. Justamente la sustancia de la competición democrática estriba en la distinta caracterización y priorización que cada opción política hace de tales bienes y principios. Cuando eso no ocurre y, por el contrario, los principios devienen un subproducto de una idéntica voluntad de poder, los partidos terminan pareciéndose, son redundantes no sólo porque ofrecen lo mismo, sino porque en el fondo quieren lo mismo. Una relación así con los principios, oportunista y a título de inventario, pervierte el sentido de la competición democrática y engendra la más absoluta desasistencia ciudadana.

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2. Estratagemas falaces o competencia cívica. Trastocados los principios y sometida la política a crisis intermitentes de incompetencia, impotencia o inobservancia, la tentación fácil de quien tiene la actividad política como su particular business es sustituir los argumentos por el uso de estratagemas falaces destinadas a confundir, a hacer opaco el archipiélago del poder y la toma de decisiones, en una palabra, a manipular la opinión de unos ciudadanos que aturdidos se desentienden. Nadie se extrañe, ahora, de que muchos votantes naturales de la izquierda obsesionados por la seguridad hayan votado a Le Pen, ya que el populismo prende donde no existe el contrafuego de la información veraz de los problemas y se descuida completamente la instrucción política. La reproducción estable de la democracia no la garantiza la comunicación del microcosmos mediático y los juegos demoscópicos, sino la competencia cívica de los ciudadanos.

3. Mayor responsabilidad. Ni los vicios privados producen virtudes públicas, ni la estabilidad democrática se garantiza asimilando la condición de ciudadano a la de consumidor pasivo de la política. Más bien al contrario, el futuro de la democracia depende de que los ciudadanos estimen que la democracia importa porque importan sus principios, interioricen un mayor sentido social, recuperen un cierto compromiso con lo público y se hagan cargo de las consecuencias de lo que en común se decide. Con una vida civil más activa es como los ciudadanos defienden del mejor modo la institucionalidad política. Hacer estas tres cosas no requiere condiciones singulares ni costes morales irrebasables, sólo disposiciones congruentes con las ¿¿instituciones?? democráticas.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política.

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