Estado de alerta en Europa
Francia está en estado de choque, pero sería conveniente que toda Europa se sintiera en estado de choque, se sintiera en peligro, se sintiera en 'emergencia democrática'. Y sobre todo, que se sintieran en estado de choque -aunque parezca paradójico- las derechas europeas que aún creen de verdad en la democracia liberal.
Vayamos por orden. Toda Europa está en peligro. Toda Europa, y no sólo Francia, padece una democracia enferma. En efecto, en todas partes de Europa, casi un elector de cada cinco elige el más feroz y obtuso populismo antidemocrático (y a menudo xenófobo). En Rotterdam, una de las cunas de la tolerancia, la ciudad de Erasmo, el Leefbaar Rotterdam obtuvo recientemente 17 escaños sobre 45, convirtiéndose en el primer partido de la ciudad. Afortunadamente, en Amsterdam y La Haya el partido de Pin Fortuyn todavía no ha arraigado, pero el resultado sigue siendo impresionante.
Los únicos peligros para la democracia en Europa vienen hoy del populismo, del chovinismo, de la xenofobia. Una derecha democrática sólo lo es si hace del antifascismo su elección primera
La izquierda no ha entendido el auténtico significado de la oleada 'antipolítica' (o más exactamente, 'antipartitocracia') que desde hace años y cada vez en mayor medida va invadiendo las democracias europeas
¿Cómo reaccionar? Se trata, ante todo, de poner freno a la 'política espectáculo'. Basta con legislar que todas las partes tengan los mismos recursos de comunicación
En Hamburgo, el partido del ultraconservador Ronald Schill rozó el 20% en las elecciones municipales. En Bélgica, el partido nacionalista flamenco de Vlaams Blok obtuvo en Amberes el 30% de los votos, con un programa que fomentaba la defensa de la raza. Y en Dinamarca, el Danske Folkeparti alcanzó el 12% en las elecciones generales, con una campaña dirigida contra los inmigrantes y los homosexuales.
Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que mientras que en estos países (y en Francia) el populismo antidemocrático se presenta claramente bajo sus propias banderas, también en otros países (sobre todo, Italia y Alemania) llega a cuotas de consenso análogas, que, sin embargo, están más o menos enmascaradas en el interior de coaliciones de centro-derecha. Y esta presencia populista y antidemocrática en el interior de mayorías que ya gobiernan (en Italia) o podrían gobernar este otoño (en Alemania) es más peligrosa incluso que el fenómeno de Le Pen en Francia.
En Italia, además, uno de los más conocidos exponentes de la Liga Norte de Umberto Bossi, Mario Borghezio, comentó así los resultados franceses: 'La fulgurante afirmación de Le Pen premia la coherencia y el valor de un líder que ha sabido denunciar sin hipocresía los gravísimos peligros que supone, para Francia y para Europa, la invasión extracomunitaria. Es una buena noticia que llena de alegría a los que combaten en la misma batalla'. Y Borghezio sabe de qué está hablando, porque los argumentos de Le Pen son los mismos que la Liga blande cada día, arrastrando cada vez más hacia sus posiciones al Gobierno italiano.
Brigadas fascistas
El presidente del partido ex fascista, Gianfranco Fini (en la actualidad, vicepresidente del Gobierno italiano), se ha apresurado, naturalmente, a alejarse de Le Pen, recordando cómo su partido cortó las relaciones fraternas con el Frente Nacional hace cuatro años (¡sic!). Por tanto, hasta hace cuatro años compartía esas posturas (y Fini estuvo por primera vez en el Gobierno con Berlusconi hace nada menos que ocho años). Pero sobre todo, mientras transmitía al diario La Repubblica estas claudicantes justificaciones, un grupo de las brigadas fascistas, con banderas negras, saludos romanos, invocaciones de 'duce, duce', dirigidos por un consejero provincial de su partido (por tanto, por una figura institucional), Barbara Saltamartini intentaba impedir en un teatro romano la representación de una obra antifascista. Aún más grave, si cabe, es la escasísima atención que los medios de comunicación italianos han dedicado al gesto fascista, hasta el punto de que nadie exigió a los representantes del Gobierno una solemne condena. Y el 25 de abril, fiesta nacional en que se celebra la victoria de la Resistencia antifascista, quienes festejan la liberación son una vez más los sindicatos y los ex partisanos, y algún alcalde democrático, pero desde luego no los gobernantes de centro-derecha.
No hay que asombrarse. Berlusconi no es Chirac; para Berlusconi el antifascismo es, en el mejor de los casos, una fastidiosa opción, pero, desde luego, no el horizonte común de la convivencia civil y política. Y sus primeros meses de gobierno han estado bajo el signo de un populismo antiliberal totalmente desenfrenado: no usa el lenguaje de Le Pen (al menos no siempre), pero acusa a las manifestaciones sindicales de hacerle el juego a los terroristas, despide a los ministros de Exteriores europeístas, pide la depuración de los periodistas no alineados en la Televisión del Estado e intenta destruir la autonomía de los magistrados. Indro Montanelli, gran periodista y gran anticomunista, decía que también Berlusconi usaba la porra de los fascistas, aunque de una forma nueva, videocrática.
En Alemania no hay nada de esto, se dirá. Y, sin embargo, los síntomas inquietantes no faltan. La derecha del bávaro Edmund Stoiber tiene mucho cuidado con lo que dice, para evitar que sus discursos y sus eslóganes puedan ser acusados de 'haiderismo', pero el giro a la derecha del partido, respecto a los tiempos del canciller Kohl (que tampoco bromeaba), es claro, inequívoco y profundo. Y sólo en virtud de este giro, y del carácter agresivo que adquiere cada vez más la campaña contra la socialdemocracia y los sindicatos, y contra toda forma de pensamiento y actividades 'progresistas', se explica la reabsorción (de momento) de los fenómenos populistas o incluso neonazis. Esos votos y esos consensos van hoy a Stoiber, pero son consensos que no tienen mucho que ver con una derecha democrática. El populismo antidemocrático alemán apoya hoy a Stoiber sólo porque Stoiber no hace nada (al contrario que Chirac) para rechazarlo.
Dos derechas
Porque éste es el punto crucial: en todo país europeo existen ahora dos derechas, una conservadora pero liberal, y otra decididamente ajena y enemiga de las leyes fundamentales de la democracia. Esta segunda derecha -que por comodidad definiremos como populista- ya no es marginal. Ahora es una presencia sólida y condicionante. La derecha conservadora, pero democrática, puede adoptar sólo dos actitudes frente a la derecha populista y antidemocrática: la de Chirac, de condena explícita, de rechazo total, hasta el punto de preferir una derrota electoral (y, por tanto, la victoria de la izquierda), con tal de no pedir sus votos en la segunda vuelta (ocurrió en las pasadas elecciones legislativas, ganadas por Jospin). O la de Berlusconi (que con formas más sofisticadas parece también la elección de Stoiber), según la cual los enemigos están sólo y siempre a la izquierda.
Por tanto: como en realidad los únicos peligros para la democracia en Europa vienen hoy precisamente del populismo, del chovinismo, de la xenofobia, una derecha democrática (aunque radicalmente conservadora) sólo lo es si hace del antifascismo, del antipopulismo, de la antixenofobia, su elección primera e irrenunciable. Si, en cambio, está dispuesta, con tal de combatir a sus adversarios de izquierdas, a transigir sobre estos valores, acabará antes o después por llegar a acuerdos con la demagogia desaprensiva (la obsesión de la seguridad, por ejemplo) que la derecha populista y xenófoba agita contra los principios de la democracia liberal.
En efecto, uno de los motivos del sorprendente resultado de la primera vuelta de las recientes presidenciales francesas es también el espacio que Chirac ha regalado culpablemente a la campaña de Le Pen precisamente sobre el tema de la seguridad. El problema, desde luego, existe, pero si se acepta, aunque sea en dosis mínimas, su uso demagógico (con tal de poner en un aprieto a la izquierda) se despiertan los instintos más lóbregos de quienes ven en cualquier otro (el inmigrante, el homosexual, el disidente) un peligro y un enemigo. Y a las dosis mínimas seguirán las dosis máximas, las sobredosis que desembocan en la xenofobia populista.
Esta tentación de dar espacio (aunque sea mínimo) a los argumentos de la extrema derecha, en vez de combatir esa derecha con la energía más radical, como el único enemigo verdadero que pone hoy en peligro la convivencia civil, es la tentación que todas las derechas europeas deberían evitar, y a la que, en cambio, demasiado a menudo, pagan un tributo (con consecuencias que podrían ser devastadoras e irreversibles).
Puede que Chirac lo haya entendido, si ha encontrado los tonos y las palabras con que el De Gaulle de la Resistencia habló en otras ocasiones a los franceses (con otra credibilidad, hay que reconocerlo). ¿Pero lo han entendido realmente los Stoiber y los Aznar? ¿O acaso están dispuestos a coquetear con los argumentos populistas con tal de combatir al enemigo de la izquierda?
También la izquierda tiene sus propias culpas. Sin embargo, los analistas tienden a descuidar la más grave y a ensañarse con las secundarias. En efecto, ¿qué sentido tiene recriminar las divisiones de la izquierda, que son obviamente una de las razones de su derrota? El problema, si acaso, es entender el porqué de estas divisiones, y si hay algún remedio posible.
La verdadera culpa de la izquierda, en Francia igual que en Italia, en España como en Alemania, o en Holanda como en Portugal, es no haber entendido el auténtico significado de la oleada de antipolítica (o más exactamente de antipartidocracia) que desde hace años y cada vez en mayor medida va invadiendo las democracias europeas. Las izquierdas han visto en esta oleada sólo un peligro, y no también una advertencia o incluso una oportunidad. Han visto en el disgusto de muchos ciudadanos por los partidos tradicionales sencillamente un renovado fenómeno de poujadisme (como se decía en Francia) o qualunquismo (como se decía en Italia). En resumen, un desapego de los ciudadanos hacia la democracia.
Y en cambio no. La crítica radical de los partidos, que llegaba al desapego y al no voto, era y es también esto naturalmente. Pero asimismo algo más o algo incluso opuesto. En la protesta antipartidocrática se mezclan también sacrosantas exigencias de una democracia más auténtica, que los partidos -al convertirse en máquinas burocráticas autorreferenciales- han negado. En fin, los partidos han sido demasiado a menudo la causa de ese eclipse de la democracia, que viven en estado de choque sólo ahora que se presenta con los vestidos inmundos del lepenismo, pero que ellos mismos han alimentado día a día alejándose de los ciudadanos y despreciando las críticas.
La izquierda, en cambio, habría debido reconocer la potencialidad progresista de esta crítica a los partidos y la política tradicionales, y -al escucharla- habría debido renovarse radicalmente en las formas de organización y en los contenidos de su propia acción. Las diversas listas marginales de izquierdas en Francia consiguen en conjunto más votos que Jospin. Es una crítica de izquierdas a la partidocracia, que no hay que identificar con los eslóganes de Arlette Laguiller, aunque luego en las urnas se transforme en votos para los trotskistas (o aún más, en abstenciones). Hay que escuchar esta crítica. De otro modo, la izquierda regala a la derecha (o más bien al populismo antidemocrático en sus diversas variantes, desde Le Pen a Haider o a Berlusconi) toda la oleada de antipolítica, que de momento es una marea imparable, pero también ambigua y contradictoria, pues elementos auténticamente democráticos y progresistas se mezclan con humores reaccionarios.
Entonces, ¿cómo reaccionar? Se trata, ante todo, de poner freno a la política-espectáculo. No es una utopía. Se puede hacer. Basta con establecer por ley que todas las partes tengan los mismos recursos en las contiendas electorales, que estos recursos sean exclusivamente públicos, pero no en dinero, sino más bien -rigurosamente- en los mismos instrumentos de comunicación. Y que estos instrumentos (esencialmente la televisión) no sean anuncios o breves intervenciones en las que cuenta sobre todo el lema demagógico, sino transmisiones estructuradas de forma que se valore la argumentación y no influya la sonrisa de 24 quilates o el encanto de hombre espectáculo.
En resumen, ¿está la política dispuesta a razonar con coherencia sobre la necesidad de reinventar la política, para impedir el progreso de un eclipse de la democracia que a través de la política/espectáculo y la autorreferencialidad de la partidocracia abre el camino a la auténtica derrota de las libertades que constituye el populismo? Hasta ahora no se ha sabido hacer, ni en la derecha, ni en la izquierda. Ahora, después del choque francés, es de esperar que llegue -aunque sólo fuese por miedo- el tiempo de la lucidez y de la coherencia.
Paolo Flores d'Arcais es filósofo italiano y director de la revista MicroMega.
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