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Columna
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Sharon

'Resolutivo', ése fue el término que empleó el consejero de Economía, Luis Blázquez, para definir lo más diplomáticamente que pudo la personalidad de Ariel Sharon. Blázquez acababa de salir de su despacho en Tel Aviv junto al presidente Ruiz-Gallardón y el consejero Cortés. Una delegación del Gobierno regional giraba visita oficial por Israel y quisieron venderle al entonces ministro de Infraestructuras la posibilidad de que contaran con las empresas madrileñas para construir allí una red de metro y trenes de cercanías. Hora y media estuvieron conversando en el intento de darle un mordisco al suculento contrato de siete mil millones de dólares en que presupuestaron la obra.

Al día de hoy no tengo la menor idea de si aquel encuentro cosechó resultado alguno. Es más, no puedo imaginar siquiera que ese individuo que hoy machaca a sangre y fuego los poblados palestinos dedicara un solo céntimo a construir algo socialmente útil cuando su especialidad es la destrucción y la muerte.

Dos días antes del encuentro en Tel Aviv, mientras paseaba por las viejas calles de Jerusalén, un miembro de la delegación madrileña preguntaba extrañado sobre una gran bandera con la estrella de David que colgaba de una fachada en pleno barrio musulmán. Es la casa de Ariel Sharon -le dijeron-, en realidad nadie vive en ella, sólo la ha comprado para jorobar a los árabes. De su carácter 'resolutivo' había dado ya años atrás pruebas notables al ganarse el apelativo de carnicero de Sabra y Chatila e incluso antes en la Guerra de los Seis Días, cuando henchido de ardor guerrero abogó por enviar los tanques a El Cairo.

Hoy Sharon tiene al mundo en vilo. Se ha permitido el lujo de dinamitar todos los intentos de pacificar la zona provocando un enfrentamiento abierto con los palestinos del que se sabe ganador. Cuando el 11 de septiembre el chalado de Bin Laden estrelló a sus pilotos suicidas contra las Torres Gemelas de Nueva York, algún servicio secreto llegó a considerar que el primer ministro israelí podría estar detrás del atentado. Ésta es -pensaron- la excusa perfecta que Sharon necesitaba para emprender su gran caza de terroristas, una acción que extendería a cualquier voluntad de ser del pueblo palestino, es decir a todo palestino viviente incluidos niños y ancianos.

Las imágenes que nos llegan de sus poblados son sencillamente espeluznantes. Espacios donde habitaban seres humanos y que las fuerzas israelíes han reducido a escombros y cenizas tras librar una desigual batalla. No sé qué militar puede sentirse orgulloso de ganar una guerra en la que sus sofisticados cazabombarderos, tanques y helicópteros de ataque de última generación se enfrentan a cuatro lanzagranadas, unos cuantos fusiles y un aluvión de piedras. La matanza de Yenín ha sido calificada por los observadores internacionales como indescriptible. Un espanto que supera el entendimiento según los enviados de la ONU. No contentos con arrasar la ciudad cisjordana, impidieron durante días la entrada de unidades de rescate llegadas de todo el mundo para salvar a los posibles supervivientes sepultados bajo los escombros.

Paradójicamente, quienes así practican el horror son los mismos que invocan una y otra vez los horrores del holocausto. Casi sesenta años después siguen esgrimiendo la patente de corso para cobrar esa factura de la que a todos nos consideran deudores. Occidente, en general, y Estados Unidos, en particular, con la escandalosa comprensión de su presidente, nunca debió consentir una exhibición de prepotencia y de crueldad como la acaudillada por Ariel Sharon. Hasta las voces más templadas consideran que su proceder merecería un juicio como el que sentó a Milosevic en el banquillo por crímenes contra la humanidad en la matanza de Srebrenica. Pero no será fácil. Hace cuatro años que el consejero Blázquez reconocía en Tel Aviv que Israel no tendría para Madrid el menor atractivo económico de no contar con el apoyo incondicional del primo americano de Zumosol. Los Estados Unidos se juegan ahora su credibilidad y responsabilidad ante el resto del mundo. En sus manos está el evitar que este tipo 'resolutivo', que nunca quiso trenes sino cañones, conduzca a Oriente Próximo a una conflagración generalizada.

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