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Tribuna
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El Waterloo de 'Napoleón' Herrera

Abril de 1960. El Barça de Helenio Herrera acababa de ganar la Liga por segundo año consecutivo. Y en el ámbito internacional parecía irresistible. Veintidós partidos sin conocer la derrota. 112 goles a favor y sólo 24 en contra. Había doblegado a equipos como el Milan (7-1), el Inter (8-2), el Wolverhampton (11-2), la selección de Belgrado (5-3) (resultados globales de las eliminatorias), y estaba a punto de culminar su sueño dorado: ganar, por primera vez, la Copa de Europa. Sólo faltaba un detalle: antes sería necesario eliminar al mítico Real Madrid de Gento, Puskas y Di Stéfano.

Para Herrera, Di Stéfano era el mejor jugador de todos los tiempos. Cuando se le hablaba de Pelé, decía: 'Es un gran director de orquesta', y se apresuraba a añadir: 'Pero Di Stefano es la orquesta entera'. Así rendía tributo al jugador que, según él, encarnaba todas las cualidades del fútbol moderno. Un concepto de fútbol total que perseguía desde los años cincuenta, en que había ganado dos campeonatos de Liga con el Atlético de Madrid de Carlson, Silva y Ben Barek, y que alcanzaría al fin con el Inter de Suárez, Fachetti y Mazzola, haciéndolo campeón europeo e intercontinental. Pero ésa es otra historia.

Helenio Herrera preparó el partido con su habitual meticulosidad, pero cometió tres errores; eso, al menos, me dijo él

Pues bien, en el Barcelona de Ramallets, Luis Suárez, Eulogio Martínez, Evaristo, Kocsis y Kubala, el mago Don Helenio, como solían llamarle, contaba con todo lo que podía pedir para colmar sus deseos: un gran club, a pesar de su fatuo presidente; una plantilla extraordinaria, física y moralmente preparada; unos aficionados entregados y entusiastas que le resarcían de las consabidas intrigas de trastienda, y una prensa mayoritariamente favorable, al acecho del primer fallo, para segarle el pescuezo, eso sí. Helenio era un optimista inveterado que no ignoraba, sin embargo, hasta qué punto la euforia es arma de doble filo. Dicho esto, las expectativas eran inmejorables; los precedentes, también. La temporada anterior, el equipo había humillado al Real Madrid, eliminándolo de la entonces llamada Copa del Generalísimo por un tanteo global de 7-3. Todo un ensayo general. Bastaría con repetir el resultado. Di Stéfano estaba viejo; Puskas, gordo, y a Gento, zurdo perdido, había que entrarle al pie izquierdo para forzarle a salir hacia el centro, evitando su galopada exterior y metiéndolo en el embudo defensivo. Herrera preparó el partido con su habitual meticulosidad, pero cometió tres errores; eso, al menos, me dijo él:

1. Haber elegido el Bernabéu para jugar el primer encuentro de la eliminatoria. 'El Madrid tiene la virtud de intimidar a los contrarios que pisan su terreno', comentaba años antes de que Valdano diagnosticara, tan certeramente, el síndrome del miedo escénico. Y precisaba: 'Si al Madrid no se le impone, sin complejos, un ritmo rápido, sabe contagiar su juego aparentemente despreocupado, como si el tiempo que transcurre no tuviera importancia, para al final alzarse con la victoria por un tanteo a veces mínimo'.

2. No haber exigido árbitros alemanes, en lugar de aceptar árbitros ingleses, que eran más influenciables. Herrera aludía aquí a una espinosa cuestión, ilustrativa de determinada mentalidad de la época. La temida influencia se refería al largo brazo y pródiga mano de don Raimundo Saporta, genial gestor y cerebro en la sombra del Real Madrid. Se suponía que, siendo judío, le resultaría más dificultoso entablar tratos con árbitros alemanes. (Dicho sea de paso, el Barça aprendería la lección y, al año siguiente, se anticiparía al Madrid a la hora de influenciar a un árbitro inglés).

3. Y, por último, Herrera se reprochaba no haberse desgañitado suficientemente desde el banquillo del Bernabéu para evitar el conformismo de un Barça que, confiado en el partido de vuelta, se resignaba con la derrota mínima. La inteligencia de Di Stéfano y la incorporación de Del Sol, que había revitalizado el equipo, redondearon un inquietante 3-1 que, unido a dos goles anulados al Barcelona, ponían la eliminatoria muy cuesta arriba.

El resultado no arredró a Helenio Herrera, cuyo proverbial optimismo le hacía salir airoso de los descalabros e incluso utilizarlos para mayor estímulo de los suyos. Pero el 27 de abril, a los 20 minutos de pisar el césped del Nou Camp, Puskas le dio la puntilla. Fue un gol de contraataque que sumió al Barça en abismática desmoralización. 'El Madrid nos bailó como quiso', confesó Herrera. 'Nadie conseguía detener a Gento', se lamentaba. 'Ramallets nos libró de la goleada', reconocía, y, en un alarde de deportividad, cuando se le preguntaba por el responsable de la derrota, soslayando sinuosas sospechas, respondía tajante: 'Puskas'.

Tras el partido, cosa inusitada si recapacito, en lugar de volver en su coche o en el autocar, Helenio tomó un autobús público. Conmigo. Al reconocerle, los viajeros no daban crédito a sus ojos. 'Mal están las cosas, cuando huye en autobús', oí comentar.

Al día siguiente, el diario Marca proclamaba en titulares: 'Toda Europa vio el Waterloo de Napoleón Herrera'. Lo que todavía no sabían es que hacía meses que Napoleón Herrera había firmado contrato con Angelo Moratti, acaudalado presidente del Inter de Milán. Y que, lejos de haberle llegado el Waterloo, soñaba ya con la campaña italiana que tanta gloria le reportaría, incluida la revancha europea sobre su bestia negra vestida de blanco: el Real Madrid de Alfredo di Stéfano y compañía.

Gonzalo Suárez es director de cine y escritor.

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