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ELECCIONES EN FRANCIA

Una abstención récord abre las puertas a la extrema derecha

Hasta ahora el récord de abstención en unos comicios presidenciales franceses lo ostentaba, tanto en la primera como en la segunda, la elección de 1969, que consagró el comienzo del gaullismo sin De Gaulle y, sobre todo, correspondió a un reflujo conservador de una sociedad que salía traumatizada de Mayo del 68. Entonces, en la primera vuelta, no votó el 22,4 %.

¿Por qué en 2002 ha aumentado la abstención hasta alcanzar el 28,5%? Hay razones que explican una pequeña parte de la misma: el hecho de que los comicios se hayan celebrado en periodo de vacaciones escolares justifica desplazamientos que dificultan el voto. También hay que tener en cuenta el importante número de jóvenes que votan por primera vez y que no figuran inscritos en el censo electoral porque ahora dicho trámite ha dejado de ser automático. Pero eso no basta para comprender por qué el escoger presidente, que era lo que más interesaba a los franceses, tiene ahora un interés que se aproxima al que despierta una consulta legislativa.

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Hasta 1995, el presidente era elegido por siete años, dos más que los diputados, y de ese modo tenía un privilegio de control sobre las dos cámaras. En 2002, el presidente será elegido sólo por cinco años. De pronto su figura se confunde con la del primer ministro, con esa cabeza del Ejecutivo con la que Chirac acaba de cohabitar durante precisamente cinco años. El presidente ha dejado de ser una variante republicana del monarca absoluto para transformarse en un doble absurdo del primer ministro.

La abstención, que ha superado el 40% en ciudades tradicionalmente socialistas como Lille, y la dispersión del voto a favor de la multitud de pequeños candidatos de izquierda han dinamitado la candidatura de Lionel Jospin, que se había ido desdibujando los últimos 15 días de campaña, atrapada por el discurso obsesionado por la lucha contra la inseguridad. Pero Jacques Chirac, al exagerar de manera desaforada los peligros de la delincuencia y, sobre todo, al propiciar la imagen del político profesional como un tipo corrompido y sin principios, ha abierto la puerta al éxito de Jean-Marie Le Pen.

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