'La demagogia sirve para ganar, pero no para gobernar'
La campaña presidencial francesa de 2002 tiene algunas particularidades: por primera vez hay 16 candidatos en liza en la primera vuelta, una cifra que supone un récord; por primera vez la amenaza de la abstención es realmente fuerte; por primera vez los dos principales favoritos no obtienen, en los sondeos sobre intención de voto, porcentajes superiores al 20%; por primera vez no existe un tercer hombre, un candidato en el que se focalice la posibilidad de una eventual sorpresa, como la encarnaban Chaban-Delmas en 1974, el propio Chirac en 1981, Barre en 1988 o Balladur en 1995; por primera vez también el candidato vencedor será presidente durante cinco años en vez de siete.
Todas esas novedades no impiden, sin embargo, que la campaña transmita una sensación de cansancio, desinterés y monotonía, fruto tanto de la situación internacional -es difícil apasionarse por unas elecciones francesas mientras estallan las bombas en Palestina- como de la prolongada -cinco años- cohabitación entre los dos principales candidatos que, por el simple hecho de haber dirigido conjuntamente el país, aparecen a veces ante la opinión pública como mucho más parecidos entre sí de lo que realmente son.
'La nueva fractura social es generacional. Por primera vez en décadas coexisten generaciones con una imagen muy distinta del mundo'
'Los jóvenes, en una sociedad rica, no protestan contra la miseria, sino contra el descubrimiento de su inutilidad. Nadie quiere nada de ellos'
'El problema con Jacques Chirac es que es un candidato ideal, pero un pésimo gobernante. Además, hoy le pasan factura sus traiciones'
Pregunta. En 1995, en la segunda vuelta, se enfrentaron dos candidatos a la presidencia, Jacques Chirac y Lionel Jospin; en 2002 todo parece indicar que de nuevo Chirac y Jospin serán los candidatos que se encuentren frente a frente. ¿Qué ha cambiado entre dos elecciones idénticas?
Respuesta. El contexto. En 1995, Chirac se apropió de la idea de la lucha contra la fractura social y sintonizó con el análisis de la sociedad que yo había hecho, un análisis que desmentía ese espejismo o sueño de los años setenta que planteaba un futuro en el que Francia estaría poblada sólo por gente de clase media, un país del que habría desaparecido el electorado popular. Chirac tuvo en cuenta eso, que el 50% del país seguía estando formado por obreros y empleados. Además, en 1995, el pesimismo era de rigor, todo el mundo temía caer del lado malo de la fractura social, incluida la clase media, porque veníamos de años de estanflación provocados por la política del franco fuerte. En 2002, la situación es radicalmente otra. Francia ya no es un país depresivo, aunque eso es fruto en buena parte del azar, de un error de cálculo de las élites, del hecho de que el euro no sea un supermarco, tal y como se había previsto, sino una superpeseta o una superlira, una moneda débil que ha salvado Francia y Europa, incluida Alemania, y ha contribuido a relanzar el crecimiento, a disminuir el paro. De hecho, si no hubiésemos seguido esa política enloquecida de paridad con el marco, Francia se habría revelado antes como uno de los países más dinámicos de Europa, como lo prueba la situación demográfica, el que sea hoy el país de la UE con un índice de fecundidad más alto, de 1,9 hijos por mujer, por encima del índice alemán, y muy por encima del español y el italiano, que corresponden a dos países que están al borde de la catástrofe demográfica. Y hay otros elementos que ayudan al optimismo, ya sean los éxitos futbolísticos, los del cine francés o el crecimiento del consumo de Internet.
P. En 2002, la inseguridad, el aumento de la criminalidad, está en el centro de la campaña electoral, es un tema que explotan derecha e izquierda.
R. Detrás del término inseguridad se oculta un montón de cosas, es un término codificado para referirse al miedo a que la Seguridad Social no pueda protegernos en el futuro; de evocar el miedo al emigrante sin aparecer como un racista; de referirse a la angustia que provoca el vacío ideológico; de hablar también, claro está, de la delincuencia. En cualquier caso, la inseguridad como tema de campaña ha aparecido después del 11 de septiembre, después de que la clase política agitase de manera desconsiderada la famosa guerra contra el terrorismo, de que un atentado en EE UU fuese convertido en amenaza también contra Europa cuando nuestro continente lleva años conociendo problemas de terrorismo sin extrapolarlos. Cuando se habla de delincuencia e inseguridad hay que hablar de la nueva fractura social, que es una fractura generacional. Por primera vez en décadas coexisten generaciones que tienen una imagen del mundo muy distinta, pues encontramos jubilados que conocieron una progresión constante en su vida profesional y hoy viajan, viven confortablemente y pueden cuidarse como desean, mientras que en el otro extremo tenemos jóvenes que nunca han trabajado y con los padres en el paro. Louis Chauvel ha publicado un estudio muy interesante, titulado Le destin des generations, que explica lo que digo. Hoy, exceptuados los jóvenes de las clases superiores y con un buen nivel de estudios, que nunca habían ganado tanto dinero tan temprano, el resto puede llamar con su móvil a medio mundo, pero no tiene dinero para alquilar un pisito que les permita comenzar una vida independiente. La película Tanguy trata de eso, de los jóvenes que se eternizan en casa de sus padres. En 1995, Chirac ganó por una diferencia de votos relativamente modesta porque su discurso sobre la fractura social no cuajó entre los obreros, pero, en cambio, sí sedujo a los jóvenes: entre ellos existe el sentimiento de encontrarse en una sociedad muy fuertemente estructurada en clases muy poco permeables.
P. Pero el debate sobre la violencia se funda en estadísticas...
R. ... en estadísticas que demuestran que los delitos de sangre, con homicidio, no han progresado en los últimos 20 años, que en la Francia de 2001 hubo menos homicidios que en la de 1991. Y esa estabilidad de la seguridad es un hecho que distingue a Europa del resto del mundo. En el Viejo Continente derramar sangre sigue siendo tabú. Otra cosa es hablar de robos con violencia y de actos incívicos, que sí han aumentado. Lo que es interesante es descubrir que los protagonistas de esa delincuencia son personas de menos de 35 años, que proceden de las clases populares, es decir, son gente que sale de una de esas franjas de población abandonada a sí misma, que se dedica a quemar coches o a apedrear autobuses. Es fácil decir que se trata de actos absurdos, pero no son eso sino la expresión absurda de un conflicto económico-ideológico. Esos jóvenes, en una sociedad rica, no protestan contra la miseria, sino contra el descubrimiento de su inutilidad. Nadie quiere nada de ellos. Quemar coches es estúpido, pero, que yo sepa, nunca se ha visto que las clases populares oprimidas inventen por ellas mismas una ideología que les dé objetivos a medio y largo plazo. Y si se observa que el eje del aumento relativo de actos delictivos es el robo de teléfonos móviles, que son el símbolo del relanzamiento económico, entonces tendremos una pintura menos dramática del panorama.
P. La extrema derecha y parte de la derecha democrática, incluso sectores de la izquierda, están obsesionadas con los flujos migratorios.
R. Si queremos evitar la progresiva senilidad de nuestras sociedades europeas tenemos que confiar en la inmigración. Controlar los flujos migratorios puede ser conveniente, pero interrumpirlos es catastrófico. A partir de la experiencia francesa, si podemos dar un consejo a italianos y españoles, es el de no intentar cortar nunca la llegada de inmigrantes. Primero, porque no es posible y sólo sirve para que haya más y más personas en situación ilegal, más y más trabajadores clandestinos explotados; segundo, porque no hay nada peor que saber que eres el último inmigrante, pues es un freno a la integración y propicia el gueto; tercero, porque la interrupción del flujo paraliza la vida económica y la dinámica social, tal y como parece sugerir lo ocurrido en EE UU en 1929, después de frenar la llegada de extranjeros en 1924. Los británicos o los holandeses, con su tradición liberal, son partidarios del multiculturalismo, pero nuestra tradición latina es otra, integradora, asimiladora. Cuando comienzan a llegar los extranjeros nos ponemos nerviosos, surgen problemas, pero luego nos casamos con sus hijas y repetimos el mito del rapto de las Sabinas. El porcentaje de mujeres de origen paquistaní que se casa con británicos de origen es inferior al 1%, el de chicas turcas que se casa con alemanes no llega al 5%, mientras que el de mujeres de origen magrebí con franceses supera el 25%. En la práctica, nuestro discurso sobre valores universales funciona.
P. España conoce el problema del velo islámico en la escuela ahora, 10 años después que Francia.
R. El remedio es un poquito de prohibición y mucha tolerancia. Aquí los profesores se negaron a admitir en clase a alumnas portadoras de símbolos religiosos. Hay que confiar en la fuerza del mestizaje. Está claro que hay una cultura dominante, que se impondrá, pero ésta también se contamina de elementos de las culturas que destruye. En el caso de las familias musulmanas, al menos las que vienen del mundo árabe, el problema es que las mujeres tienen todo que ganar al llegar a Europa, pero no es el caso de los hombres. Es un tipo de familia que, en Francia, está condenada a explotar, en la que se hace insostenible la situación de dominio del macho.
P. Pero en Francia, como en otros países de discurso universalista, la mecánica integradora parece haberse averiado.
R. Desde mediados los años sesenta la Iglesia ya no juega ese papel, y el Partido Comunista y los sindicatos han dejado de cumplirlo desde principios de los ochenta. De pronto sólo queda el Estado y el individuo, y, en medio, nada, como no sean las asociaciones de filatélicos. Los liberales puros lo celebran y glosan ese tipo de asociacionismo como la emergencia de una auténtica sociedad civil en la que el individualismo puede manifestarse de manera creativa. Yo prefiero describir la situación en términos de atomización social. Los movimientos antiglobalización indican el nivel de reflujo de la utopía liberal.
P. Los sondeos de opinión reflejan una cierta caída del respaldo popular hacia Jacques Chirac.
R. Los sondeos no son fiables hasta que faltan pocas semanas para la elección, hasta que no comienza la campaña, pues antes el debate político sólo interesa a los sectores más informados de la población. De ahí que políticos como Raymond Barre, Edouard Balladur o Simone Veil fuesen plebiscitados en los sondeos para luego cosechar derrotas en las elecciones: mientras es la clase media-alta la que opina, su discurso moderado y racional obtiene un eco que luego se desvanece. Ahora, en 2002, es difícil creer que Chirac pueda ser reelegido, porque cuando al cuerpo electoral se le pide que elija entre un corrupto y un tipo íntegro, si la mayoría se inclina por la primera opción, entonces es el propio cuerpo electoral el que se pone en tela de juicio. En Italia inventaron el fascismo; en Francia nunca ha obtenido un respaldo mayoritario, entre otras cosas gracias al centralismo parisiense. Que Berlusconi haya ganado unas elecciones no quiere decir que Chirac pueda volver a hacerlo. Si ocurre será muy grave, síntoma de que los valores morales ya han sido totalmente expulsados de la política.
P. Se diría que la clase política francesa sólo se renueva por razones biológicas.
R. En Gran Bretaña un ministro puede dejar su cartera para irse al mundo de la empresa privada, pero en Francia eso no es así, la política es una imagen del paraíso y nadie quiere ser expulsado de él. En Francia, a los intelectuales se nos presta atención, se nos consulta; en Gran Bretaña no tenemos el menor peso político. Son tradiciones distintas. En cualquier caso, ante la próxima consulta electoral, aunque sociológicamente éste sea un país en que la derecha es mayoritaria, y a pesar de que el cuerpo electoral ha envejecido y presenta una media de edad de 50 años, la izquierda encarna mucho mejor el discurso que tiene el viento en popa, que ya no es el del ultraliberalismo a ultranza sino el de la exigencia de regulación. El resultado del comunismo está ahí; el del liberalismo a lo Reagan o Thatcher, también.
P. El Front National (FN), a pesar de las escisiones, sigue existiendo.
R. Claro. Volvemos a lo mismo. Fueron las élites las que abandonaron el FN, pero no el voto popular. Los dirigentes del FN pueden ser católicos integristas, nostálgicos de la Argelia francesa, antisemitas, monárquicos y militaristas, pero sus votantes son otra cosa. En las últimas europeas volvió a demostrarse que el FN es el primer partido obrero de Francia. Ojo, he dicho obrero, no popular, pues los socialistas, si sumamos obreros y empleados, están muy por encima.
P. Jospin no despierta un gran entusiasmo.
R. ¡Esa es una actitud típica de periodista! La prensa le reprocha a Jospin el que no sea un tipo simpático, divertido, cuando en realidad lo que esa prensa está diciendo es que es ella la que no se divierte. ¡Para llenar papel no podemos tener un atentado contra un rascacielos todas las semanas! Lionel Jospin se presenta con un balance relativamente satisfactorio, sin haber hecho disparates, con un país que va mejor que cuando comenzó a gobernarlo, habiendo demostrado que es calculador y eficaz. No es el caso de la derecha, que debiera haberse deshecho de Chirac en 1997, cuando convocó legislativas y las perdió. Hoy sus figuras aparecen ridiculizadas: Bayrou encarna lo poco que queda del sueño europeísta, Madelin las migajas liberales, Séguin un nacional-populismo que no levanta cabeza y Juppé es otro Chirac. El problema con Jacques Chirac es que es un candidato ideal, capaz de prometerlo todo, la reducción de impuestos y el aumento de la inversión pública si hace falta, pero es un pésimo gobernante. Baste con recordar que sale de la elitista Escuela Nacional de Administración (ENA) y su primera acta de diputado la obtuvo en La Corrèze, circunscripción de campesinos de izquierda, haciendo campaña precisamente contra los enarcas. La demagogia sirve para ganar, pero no para gobernar. Además, hoy le pasan factura sus traiciones: el haber marginado a Chaban Delmas cuando éste encarnaba la legitimidad del gaullismo, el haber hecho perder a Giscard ante Mitterrand, el haber engañado al pueblo francés diciendo que iba a bajar los impuestos para luego, una vez en el Elíseo, aumentar el IVA de dos puntos.
P. Usted estaba contra el euro y hoy lo defiende, y también estaba contra la construcción europea y ahora la contempla con simpatía.
R. ¡La verdad es que ninguno de mis pronósticos se cumple! Sobre el euro, ya he explicado el por qué de mi cambio de parecer. Respecto a Europa debo decir que ha sido la actitud de los defensores de la Nación, los Chevènement y compañía, ante el acceso al poder de Haider en Austria. Para ellos, si Hitler se hiciera de nuevo con el gobierno, ¡sería un mero asunto de orden interno! De pronto la Unión Europea se me aparece como un factor de estabilidad. Cuando los estadounidenses organizan una guerra contra los árabes que va a durar como mínimo 30 años, se me antoja muy conveniente que los alemanes y los franceses salgamos en defensa de Arafat. Soy un europeísta de razón, que no sueña con instituciones fantásticas, sino con que los países se pongan de acuerdo alrededor de proyectos, un poco como ha ocurrido con Airbus. La unificación alemana trastornó a nuestros vecinos, que de pronto se descubrieron muy numerosos, 80 millones, y empezaron a mirar hacia el Este, a imaginarse liberados de su matrimonio de conveniencia con Francia. La demografía ha frenado ese delirio, que podía ser peligroso, tal y como se demostró en los Balcanes. Si además los franceses entienden que un frente latino es posible y los británicos se dan cuenta de que los estadounidenses los tratan como perros -basta con leerse los libros de Kissinger y Brezinsky-, entonces Europa servirá para tener una defensa común y de paraguas ante ciertas invasiones económicas y culturales. En cualquier caso, el tema Europa no ocupa apenas lugar en el actual debate electoral, y eso se debe a que, una vez pasado Maastricht y puesta en marcha la moneda única, vivimos un periodo de revisión positiva de la idea de Nación. Las sociedades necesitan reforzar el sentimiento de pertenencia a una serie de referentes comunes.
Un analista de las sociedades
EMMANUEL TODD (París, 1951) es diplomado en Ciencias Políticas en Francia y doctor en Historia por la Universidad de Cambridge. Nieto del poeta Paul Nizan e hijo del periodista Olivier Todd, se ha especializado en análisis de estructura familiar y demográfico y ha sabido ver en las series estadísticas enseñanzas que habían escapado a otros investigadores. Su obra como analista de las sociedades es extensa y muy original. La chute finale. Essai sur la décomposition de la sphère soviétique , pronosticaba -¡en el año 1976!- la desaparición de la Unión Soviética a partir de datos que revelaban un aumento de la mortalidad infantil en ciertas regiones y que desmentían la euforia y otras estadísticas oficiales relativas a la producción. En La troisième planète (1983) aborda las relaciones entre la ideología y los diferentes tipos de estructura familiar. Le destin des immigrés (1994) muestra cómo los inmigrantes encuentran mayores o menores problemas de integración en función del tipo de estructura familiar dominante en la sociedad que les acoge y plantea las diferencias que distinguen a los franceses, alemanes y anglosajones en su relación con el extranjero. L'illusion économique. Essai sur la stagnation des sociétés (1998), que pone de relieve cómo los índices de nivel de educación presagian la decadencia o auge de las naciones. Subraya precisamente tanto la inquietante disminución del nivel de conocimientos de la gran mayoría de estudiantes estadounidenses como el hecho de que EE UU se haya convertido de un país de ingenieros, arquitectos o industriales en otro en el que quienes más ganan son los abogados. En L'invention de l'Europe estudia la evolución ideológica en Europa Occidental en los últimos 500 años, haciendo especial hincapié en los diferentes modelos familiares, que en cada zona facilita o impide el asentamiento de una u otra forma de pensamiento. En la actualidad y desde los años ochenta, Emmanuel Todd trabaja como investigador para el Institut National d'Etudes Démographiques (INED).
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