Tampoco Francia es ya lo que era
La Sala Bataclan de París está llena a rebosar. Una orquesta antillana mece a una masa coloreada que empuña banderas francesas y pancartas electorales. La France en grand, la France ensemble (Francia a lo grande, Francia unida) son los lemas del mitin de Jacques Chirac con los ciudadanos de Ultramar, los representantes de asociaciones de franceses nacidos en los cuatro rincones del mundo, donde se extiende el confeti colonial, los restos de lo que fue un enorme imperio ultramarino, los Dom-Tom en la jerga administrativa francesa (departamentos y territorios de ultramar), provincias olvidadas convertidas en paraísos turísticos, donde apenas sobreviven movimientos independentistas y restos del clientelismo y el caciquismo coloniales, sobre las que llueve el maná del subsidio de paro y de las políticas de la Unión Europea.
'Ni Chirac ni Jospin apasionan. Están gastados y los conocemos hasta el hastío. Uno es un tipo nada recomendable y el otro no tiene talento' (F. Giroud)
'Damos la imagen de un país mediocremente representado, en pérdida de velocidad y de influencia. Como si tuviéramos miedo del futuro' (J.-M. Colombani)
Más que opciones electorales hay candidatos casi para todos los gustos, en mayor número que en cualquier elección anterior
Ni la propia presidencia es ya lo que era, acortada de siete a cinco años y enfrentada a una deriva que aumentará los poderes parlamentarios
Falta pasión, falta debate de ideas, e incluso falta polarización. A una semana de la elección, el 40% del electorado todavía no se ha decidido
Incluso el efecto 'tercer hombre' ha desaparecido en la recta final de la campaña, en favor de los candidatos minúsculos
En este ambiente festivo y entusiasta se escuchan los discursos encendidos de unos políticos que son la expresión visual de la variedad cultural y racial de Francia. 'El Pacífico te ama, Jacques. ¡Cuánto te ama y espera de ti!', entona la figura cuadrada del canaco Simon Louekhote, senador de Nueva Caledonia. 'Chirac es el único que asegura a nuestras regiones la unidad y la indisolubilidad de la República'. 'Es el único que tiene determinación en la defensa de una Francia fuerte y respetada en el mundo', declama el diputado martiniqués de color Anicet Turinay. 'Esta Francia en la que el sol jamás se pone forma un solo pueblo, una sola nación que no reconoce otra ley que no sea la de la Asamblea francesa', discursea el senador de Reunión, Jean-Paul Virapoulle, de inequívocos rasgos indostánicos. O la elegante ex ministra, senadora de Guadalupe y presidenta del Consejo Regional de la isla mulata, Lucette Michaux-Chevry, que se permite piropear a su amigo el presidente: '¿No tenemos derecho a decir que Jacques Chirac es un hombre guapo?'.
El desbordante optimismo que se respira en los mítines, en los que hay incluso grupos de actores que sustituyen a los militantes para aclamar a los candidatos, nada tiene que ver con la realidad de la campaña electoral, la más sosa en toda la historia de la V República, a pesar del número de candidatos en liza. 'La primera vuelta ya está decidida de antemano: serán Jospin y Chirac', asegura un portavoz del candidato socialista. 'De ahí que los electores se sientan llamados a votar según sus caprichos ideológicos y no según la lógica política. Nuestra esperanza es que en la segunda vuelta los electores se vuelquen hacia nuestro candidato, que es el más fiable y el más honrado'.
El 'tercer hombre'
Más que opciones electorales hay candidatos casi para todos los gustos, en mayor número que en cualquier otra elección anterior. Nombres y rostros que se adaptan como un calcetín a los sentimientos y a las manías de muchos ciudadanos. Hay un candidato de los partidarios de proteger la caza y la pesca, dos ecologistas -uno de derechas y otro de izquierdas-, dos de la extrema derecha racista y xenófoba que pueden alcanzar el 15% entre ambos, una candidata antiabortista próxima al Opus Dei, un candidato comunista que por primera vez quedará por debajo de un candidato trotskista, o tres candidatos que reivindican la herencia política de este viejo héroe de la primera mitad del siglo XX que fue Leon Trotski, y que juntos obtendrán -para sorpresa y escándalo de los periodistas anglosajones- el triple de votos que el único candidato genuinamente liberal.
La dispersión se adapta muy bien a la protesta y al extremismo. Éste es un país de gente discutidora y elocuente, en el que la formación escolar cartesiana permite a cualquier ciudadano, a un taxista o a un camarero, realizar un discurso con orden y claridad de exposición. Cada uno tiene ideas propias, sobre todo, y se siente obligado a defenderlas con educada vehemencia. '¿Cómo quiere usted gobernar un país donde hay 258 clases de queso?', decía el general Charles de Gaulle. No hay quien gobierne esta elección, en la que la abstención se prevé tan alta como lo es la incertidumbre sobre los resultados.
En los primeros días de la campaña electoral había que prestar atención al tercer hombre, el candidato capaz de despegarse del pelotón hasta conseguir colarse entre los dos grandes y pasar incluso a la segunda vuelta. Jospin quedó en cabeza en la primera vuelta en 1995, cuando muchos pronosticaban su eliminación directa a favor de un duelo entre los dos candidatos de la derecha, el actual presidente Chirac y el ex primer ministro Edouard Balladur. El eterno aspirante a tercer hombre es Jean-Marie Le Pen, el feroz líder del extremismo derechista de 74 años, que se presenta por tercera y última vez con el propósito confesado de ocasionar el mayor daño posible a Jacques Chirac. Pero esta campaña ha visto cómo surgía otro tercer hombre, el candidato soberanista Jean-Pierre Chevènement, con la idea de recuperar los valores de una República que se erige por encima de derechas e izquierdas y el propósito de romper los electorados, tanto de Jospin como de Chirac. Iba a ser la sorpresa de esta campaña hasta que una mujer, candidata también a ocupar el puesto de tercer hombre, se convirtió en la estrella de la primera vuelta. Es la trotskista Arlette Laguiller, que se presentó por primera vez en 1974 y no ha fallado en ninguna elección desde entonces. Esta vez ha roto todos los pronósticos y con un puñado de viejos tópicos anticapitalistas ha conseguido situarse en el pelotón de los segundones.
Pero incluso el efecto tercer hombre ha desaparecido, en la recta final de la campaña, en favor de los candidatos minúsculos que han aumentado su expectativa de voto. Despegan ligeramente dos ex ministros conservadores, el liberal Alain Madelin y el demócrata cristiano François Bayrou. O el propio rival más directo de Le Pen, Bruno Megret. O el ecologista salido de la 'izquierda plural', Noel Mamère. Todo en detrimento de Chirac y Jospin. Los pequeños candidatos juegan cada uno sus ambiciones para las legislativas que se celebrarán inmediatamente después de las presidenciales. Un buen resultado puede significar para Jean-Pierre Chevènement la posibilidad de lanzar su proyecto de un partido transversal que agrupe al socialismo jacobino y al gaullismo de izquierdas bajo la bandera de la República social. Madelin y Bayrou, por la derecha, piensan también en la elección presidencial de 2007. Y los candidatos salidos de la 'izquierda plural' de Jospin, en el peso que puedan tener en una futura nueva mayoría jospinista. Esta elección presidencial tiene algo de primera vuelta para todas las ambiciones, con vistas a las generales, al nuevo Gobierno o incluso con vistas al puesto de primer ministro.
Indecisión y empate técnico
A las actitudes dispersas y volátiles de la campaña de la primera vuelta, con muchos indecisos a pocos días de la convocatoria, se une la incertidumbre del empate técnico que dan los sondeos para la segunda vuelta, con una diferencia entre Chirac y Jospin entre uno y dos puntos a favor del primero. Chirac cuenta con la ventaja de que es el titular y de que es el más veterano y encallecido de todos los candidatos. Ha hecho ocho campañas legislativas, tres campañas municipales y tres presidenciales. Ésta también es su desventaja. Su largo reinado en la alcaldía de París, desde 1977 hasta 1995, se ha revelado como un nido de corrupción y de escándalos. Jospin ofrece, en cambio, una gestión bastante impecable y una imagen de integridad y de honradez, que, sin embargo, no convence a todos. Aunque los Guiñoles del Canal + francés presentan a Chirac como Supermenteur (supermentiroso), ¿no habíamos quedado que todos los políticos mienten, empezando por Jospin, que ha ocultado su pasado -también trotskista- durante décadas? Chirac es supermentiroso porque es un superpolítico. La veterana periodista Françoise Giroud, que publica cada semana su columna de crítica de televisión en el Nouvel Observateur, lo explica con contundencia: 'Ni Chirac ni Jospin apasionan. Los dos están gastados y los conocemos hasta el hastío, pero uno es un tipo nada recomendable y el otro no tiene talento. Me aflige que los franceses puedan dar la victoria a Chirac. Si lo hacen será por puro cinismo de los electores'.
'Chirac no es derechas', escribe Denis Tillinac, un excelente escritor conservador y amigo del presidente de la República. 'Tampoco de izquierdas. Ni de centro, que es menos una familia política que una categoría psicológica'. Tillinac le ha consagrado un libro, titulado Chirac le Gaulois, dedicado a demostrar que su ídolo no tiene nada de conservador y que quienes le atacan son servidores del gran capital y de las multinacionales. 'Chirac es un jefe galo', escribe Tillinac, 'tan inclasificable sociológicamente como inasible políticamente. Pongamos que tiene algo de condotiero. Se inscribe políticamente en el surco del gaullismo: preminencia del Estado, primacía del ejecutivo, desconfianza hacia los cuerpos constituidos y los corporativismos'. Pero los guiños electorales de Chirac sí son de derechas, y en buena medida no se explican sin el terremoto mundial que desencadenaron los trágicos atentados del 11 de septiembre en Nueva York. 'El mensaje de Chirac se puede resumir en dos ideas: más seguridad y menos impuestos, pero no sabemos cómo resumir el mensaje que quiere transmitir Jospin', asegura un alto responsable del diario Le Monde.
Jospin ofrece un muy buen balance en sus cinco años de primer ministro, pero sus méritos se confunden con los del presidente con el que ha cohabitado durante todo este tiempo. Chirac llegó a la presidencia de la República prometiendo resolver lo que denominó la 'fractura social', pero su primer ministro Alain Juppé aplicó inmediatamente después un programa reformista y liberal que encendió a los sindicatos y a los asalariados del sector público. La próxima semana, los socialistas insinúan que dedicarán sus esfuerzos a denunciar la 'fractura moral', en alusión a la corrupción que ha caracterizado el mandato de Chirac. A pesar de las claras diferencias de temperamento y de trayectoria entre uno y otro, la realidad es que los franceses tienen dificultades para distinguir la diferencia entre las propuestas de ambos y todo esto redunda en una enorme dificultad para calentar la campaña.
El desinterés tiene que ver, para casi todos los observadores, con la cohabitación entre un presidente y un primer ministro de distinto color político. Los dos son candidatos salientes. Ambos tienen ideas muy próximas en temas europeos. Desde el Gobierno español, por ejemplo, nadie teme que en el resultado de las elecciones se juegue nada importante para las relaciones bilaterales o para las posiciones de ambos países en la Unión Europea, muy próximas en gran número de temas. La política antiterrorista, los proyectos de infraestructuras entre ambos países o la moderada liberalización de la energía acordada en la Cumbre de Barcelona cuentan con la rúbrica, tanto de Chirac como de Jospin. Las elecciones han despertado hasta ahora escaso interés en todas partes, en Francia y en el exterior. 'Las capitales extranjeras juzgan con severidad la campaña presidencial', era el título el pasado domingo del diario Le Figaro para presentar una amplia rueda de artículos de columnistas extranjeros.
Éste ha sido un país excepcional y de excepciones, que ha tenido en la presidencia de la República una de sus rarezas más características, junto con el servicio público, el Estado centralizado, la agricultura subvencionada, la 'excepción cultural', la alta costura o la más refinada gastronomía. Y la baguette y la boina, naturalmente. Nada igual hay en el mundo democrático, salvo pálidas imitaciones en países irrelevantes.
Los poderes del presidente
El jefe del Estado ha sido hasta ahora un monarca de elección democrática que conserva un buen puñado de poderes y prerrogativas. Muchos nombramientos de las más altas instancias del Estado corren a su cargo. La política exterior y la defensa forman parte de su dominio reservado. Y la última decisión sobre el arma nuclear es de la incumbencia personal del presidente. La presidencia de la República, surgida del sufragio universal directo y de una circunscripción única, es la clave de arco del sistema político francés tal como fue diseñado por el general Charles de Gaulle, empeñado en limitar los poderes del Parlamento y de los partidos y en dotar a Francia de un Ejecutivo fuerte y estable presidido por un jefe del Estado que encarnara personalmente la soberanía nacional y tuviera una relación directa con los ciudadanos, con el pueblo. Este presidente, máximo responsable político de Francia, no tiene responsabilidad judicial alguna y puede eludir la acción de la justicia, incluso como testigo, como ha sucedido recientemente con el actual titular Jacques Chirac cuando un juez ha intentado interrogarle a propósito de los escándalos de financiación ilegal de su partido. De ahí que su elección haya sido una especie de escenificación de la Historia en movimiento, en la que se decide el rumbo de la nación para un largo periodo. Los enfrentamientos entre De Gaulle y Mitterrand, Mitterrand y Giscard, de nuevo Mitterrand con Chirac, y Chirac con Jospin en 1995 por primera vez -con la única excepción de la elección de Pompidou frente a Poher en la única elección sin candidato de la izquierda-, han sido monumentales torneos políticos, vividos con ansiedad en el interior y con intensidad por todo el mundo.
Esta vez las cosas ya no son así. Ni se vive con la pasión de los grandes momentos de la Historia ni la propia presidencia de la República es ya lo que era, acortada de siete a cinco años y enfrentada en los próximos años a una deriva que hará aumentar los poderes parlamentarios, lo que ha llevado a algunos ensayistas a hablar de la transición de la V a la VI República. Y los franceses viven este viaje con mucha incomodidad, que también alimenta al voto de la protesta, al extremismo y a la utopía de una recuperación de la Francia perdida. Jean-Marie Colombani, director de Le Monde e ideólogo de una República girondina, es decir, antijacobina y descentralizada, dice en su último ensayo ¿Todos americanos?: 'En el momento en que sopla de nuevo el gran viento de la Historia, damos la imagen de un país mediocremente representado, en pérdida de velocidad y de influencia. Como si tuviéramos miedo del futuro. Como si entráramos en Europa a la contra'.
Ante esta desidia, Françoise Giroud confiesa: 'Los franceses estamos tristes en estas elecciones porque amamos la política'. Porque está en crisis la política, en efecto. Este invento en buena parte de la patria de la soberanía nacional, de las derechas y de las izquierdas y de la ciudadanía. Pero está en crisis también la propia idea y la identidad de Francia. El director del semanario L'Expres, Denis Jeambar, lo describe en un editorial, como Chevènement, en tonos pesimistas: 'Nuestro país no es eterno. Avanza en una línea en zigzag y nadie puede saber de qué lado caerá. ¿Será como Portugal, pequeño después de haber sido grande? (...). ¿Qué es ser francés hoy en día? (...). Como si nosotros no fuéramos ya un pueblo sino un agregado de pueblos rivales: pueblo de funcionarios, pueblo de asalariados del sector privado, pueblo corso, pueblo bretón o vasco, pueblo de los accionistas, pueblo de los jubilados, pueblo arabo-musulmán, pueblo judío, etcétera'.
Apenas 24 horas antes del idílico mitin multiracial de Chirac en Bataclan, un equipo de fútbol de un suburbio de París, el Maccabi-Bondy, formado por jóvenes franceses de la comunidad judía, era atacado por un grupo de encapuchados y armados con barras de hierro. Al día siguiente un cementerio judío de Alsacia aparecía profanado y embadurnado con cruces gamadas. La policía contabiliza entre 10 y 12 actos o agresiones antisemitas en la zona de París cada día. Desde que empezó la segunda Intifada, más de 400 agresiones o actos antisemistas se han producido en este país que cuenta con una comunidad judía de 400.000 personas y con la población de origen musulmana más importante de Europa, entre cuatro y cinco millones. El intelectual judío Shmuel Trigano ha declarado ante la televisión su escándalo por 'el silencio de la prensa y de los poderes públicos sobre las agresiones antijudías'. Chirac y Jospin han llamado la atención ante el peligro de importación del conflicto israelo-palestino, algo que, en el fondo, preocupa más que las propias elecciones y que la propia inapetencia del electorado. 'Nos amenazan dos males que golpean a América: el absentismo y el comunitarismo', ha escrito el director de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel, a este propósito.
Falta de pasión
La elección del presidente de Francia para los próximos cinco años no pinta ciertamente como un acontecimiento destinado a marcar un hito histórico. Falta pasión, falta debate de ideas, e incluso falta polarización. A una semana de la elección, el 40% del electorado todavía no había tomado su decisión, y la abstención se calcula que podría llegar al 30%. La frase más repetida en la barra del bar o en el metro para definir la alternativa es 'bonnet blanc, blanc bonnet', que no necesita traducción. Y, sin embargo, ésta es una de las dos elecciones en las que se va a decantar el color político de Europa para los próximos años. Las otras son las generales alemanas, en las que se enfrentarán el socialdemócrata y titular del Gobierno, Gerhard Schröder, con el conservador bávaro Edmund Stoiber. Pero Europa también está ausente del debate de la campaña. A pesar de que uno de los políticos más notables de este país, el ex ministro socialista Dominique Strauss-Kahn, destinado probablemente a regresar pronto al escenario político, ha dejado escritas frases contundentes en su libro La llama y la ceniza: 'No veo otra forma de perpetuar el modelo francés si no es construyendo Europa. Y yo prefiero la realidad del ejercicio de una soberanía compartida a la ilusión de una soberanía nacional girando en el vacío'.
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