Desolación de la quimera
Uno. ¿Se puede sentir admiración ante la puesta en escena de un texto que ideológicamente te repugna? Nada más lejos de mi forma de sentir y de pensar que Orgía, de Pasolini, que Xavier Albertí ha presentado en el Espai Lliure: una apología de la muerte, de la violencia, del dolor infligido a otros y a uno mismo, de la destrucción como vía liberadora. Orgía es, quiere ser, inasumible por definición. Tan inasumible como Saló. En esta obra está, quizá, todo Pasolini, su principio y su final; todo su caos, todo su dolor, su insoportable soberbia: la 'diferencia' esgrimida como un cuchillo. La escribe en 1965, tras una enfermedad que le lleva al borde de la muerte. Ha culminado una etapa poética -Poesia in forma di rosa- y busca una voz teatral, a partir de los diálogos platónicos: 'Poesía oral, convertida en ritual por la presencia física de los actores'. Orgía puede verse como una fantasía sádica, una huida hacia la nada (que prefigura el Dillinger è morto de Ferreri) o una radiografía del fascismo emocional, a la manera de Ashes to ashes, de Pinter. Un hombre, casado, con hijos, se siente 'diferente', excluido, y practica con su mujer rituales de tortura y humillación. La esposa, tan alienada y doliente como la Monica Vitti de Il deserto rosso, asesina a sus hijos y se suicida. El hombre intenta repetir la operación con una joven prostituta, que escapa de sus garras. El hombre, definitivamente solo, se viste con las ropas de la prostituta y se ahorca. ¿Hay poesía? Sí. Hay poesía, muy cercana a Pavese, en las evocaciones (secas, antisentimentales, y sensualísimas) que el hombre y la mujer hacen de una infancia y una naturaleza que Pasolini quiere ver atravesadas de sacralidad, de un sentido oculto y perdido. Poesía teatral, que anticipa, también, a la Duras de La maladie de la mort, al Handke épico de Por los pueblos. El resto es grito. Pasolini, enfermo de dolor, gritando: 'No creo en el amor, no creo en la comunicación entre hombre y mujer, no creo en el sexo como liberación sino como esclavitud, no creo en los roles; sólo creo en la nostalgia de una unicidad perdida, de una fraternidad imposible, y en la persistencia del dolor y la muerte'.
Dos. Pobre Pasolini. Qué corazón más infeliz, más desesperado. Cuánto caos, cuánta ansia de belleza atravesada por una furiosa pulsión fatal, cantando en mitad de su noche 'como un pájaro con el sexo atravesado por una aguja'. ¿Cómo se lleva adelante la vida siendo marxista y libertario, homosexual y creyente, esperanzado y agónicamente nihilista, didáctico y caótico, augur y paranoico? Pobre, pobre Pasolini. Contradictorio, lucidísimo, terriblemente ingenuo. Buscando un cine de poesía frente a un cine de prosa, buscando un teatro que no reflejara costumbres sino abismos, no la vida diaria sino la vida invivible. Pobre Pasolini, despeñándose en formulaciones tajantes, queriendo ver en policías y manifestantes a proletarios frente a burgueses; clamando por la liberación sexual y abominando del divorcio y del aborto. ¿Realmente creía que Uccellaci e Uccellini sería una película popular, que -ingenuo, ingenuo- el erotismo feliz de la Trilogía de la Vida no sería ensuciado, 'contaminado', por la mirada colectiva? A Pasolini, como a Artaud, como a Genet, hay que tomarle en bloque: es tarea imposible separar las ideas de sus metástasis, la formulación racional de su proliferación delirante. Quizá en Pasolini dormía un psicópata evangelizador, un vocacional Enemigo del Pueblo tentado por la crucifixión y la muerte: es en ese sentido, como decía al principio, que Orgía anticipa, quince años antes, la tábula rasa, el rechazo soberbio, el suicidio artístico y moral de Saló, esa apoteosis de lo inasumible como desolación de la quimera. Quizá en todo idealista hay un misántropo salvaje que acaba por vengarse de sus propios sueños, corrompiéndolos.
Tres. Es difícil imaginar una puesta en escena más limpia, más perfecta, más tajante que la que Xavier Albertí ha concebido para Orgía. Albertí es, ante todo, un músico, con un oído extraordinario para todos los ritmos, los ecos, los matices de una partitura. De entrada, ha contado con una traducción al catalán de un gran poeta, Narcís Comadira. Y con tres intérpretes de altura: Pere Arquillué (El Hombre), Lina Lambert (La Mujer) y Alicia Pérez (La Prostituta). Ellas forman parte, por así decirlo, de su 'compañía inestable'. Lina Lambert, una actriz de culto creciente, formada en Londres, se reveló, a sus órdenes, en Libración, de Lluisa Cunillé; desde entonces, su carrera no ha hecho sino crecer en elegancia y densidad poética. Alicia Pérez, fulgurante también desde la Ofelia de su Hamlet, nunca ha dado un paso en falso bajo su batuta. Arquillué trabaja con Albertí por primera vez; es un 'nuevo Arquillué', que comenzó a dejar ver su lado oscuro, inquietante, en su admirable trabajo en Old Times, de Pinter, dirigido por Carme Portaceli, y que aquí está insuperable, haciéndonos comprender que, como se clama en el texto, sus blasfemias son plegarias secretas. La efectividad de una función tan dura y difícil como Orgía se mide por la calidad del silencio que genera en el público: la noche del estreno, sus tres intérpretes salieron a luchar a pelo, en un espacio desnudo, y cortaron la respiración de la audiencia, encerrándola en un puño desde los primeros minutos. Un trabajo tan desnudo como ese espacio, y tan arriesgado como ese texto suicida.
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