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Columna
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El infierno del 'Question Time'

Las comparecencias semanales del primer ministro británico en la Cámara de los Comunes tienen poco que ver con la dócil placidez del Parlament o de las Cortes españolas. Aquí no hay monotonía y frías respuestas leídas en una silenciosa Cámara. En los Comunes, los miércoles a las tres en punto de la tarde, los diputados abarrotan los largos e incómodos asientos corridos de cuero verde en los que apenas queda medio palmo libre donde sentarse. Se comportan como hinchas de fútbol, jaleando al primer ministro o al líder de la oposición, según los casos, y abroncando sin recato cualquier metedura de pata o provocación dialéctica del oponente.

Pero no todo es jaleo y retórica. El Question Time es un saludable ejercicio democrático en el que el primer ministro se somete a todo tipo de preguntas. Algunas preparadas y facilonas, pero otras muchas desagradables e inesperadas porque no siempre llegan desde la oposición.

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Los diputados del partido del Gobierno, que tienen una independencia de criterio y una dependencia de su cercano electorado que no se dan en ningún Parlamento autonómico, hurgan a veces en la herida que más escuece al primer ministro presionados por su integridad ideológica o simplemente porque a sus vecinos les preocupa el cierre de una fábrica, la mala gestión del hospital local o el bajo nivel de las escuelas del barrio.

Tanto la oposición como el Gobierno suelen aprovechar el Question Time para lanzar mensajes fuertes. Muchos premeditados, pero algunos precipitados por el calor y la improvisación del intercambio dialéctico, como cuando Blair reconoció que tenía intención de convocar el referéndum sobre el ingreso de la libra en el euro en los dos primeros años de la legislatura ahora en curso.

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