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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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Claude Lanzmann

Tal como les había anunciado, la semana pasada fui al Instituto Francés a ver Shoah, el filme de Claude Lanzmann. Nueve horas y media de cine, a las que hay que añadir la hora y media que dura Sobibor, su última película, que se proyectó al día siguiente. No había visto ninguno de los dos filmes, aunque sí había oído hablar mucho sobre ellos y había leído no pocos comentarios sobre los mismos. Podía haber visto Shoah en la tele -la pasaron hace unos años, de madrugada- o podía haberme comprado el vídeo -recientemente ha salido en DVD-, pero no, quería verla en un cine, en una sala, rodeado de espectadores anónimos, como yo. Quise verla como había visto en París, con nueve años, un largo documental sobre el proceso de Núremberg, con imágenes horribles sobre los campos de exterminio nazis -las primeras que veía, pese a que mi madre me tapaba, intentaba taparme los ojos con la mano-; como vi, también en París, en 1962, Nuit et brouillard, de Resnais. Aquella tarde, en la Cinemateca de la rue d'Ulm, la proyección terminó a bofetadas (cosas de la guerra de Argelia, a punto de concluir). Lo dicho: Shoah había que verla con el resto de la parroquia, como cuando se va a la iglesia, o a una representación teatral, o a un mitin, viendo llorar al vecino, escuchando el latido de su corazón, o apretando la mano que te tiende.

Lanzmann es partidario de llegar a un acuerdo con Arafat, pero también de la 'represión' antiterrorista de Sharon

No me defraudó, todo lo contrario. Reconozco que jamás me había sentido más cerca del pueblo judío, de esos seis millones de judíos exterminados, ni tan cerca de la barbarie nazi, de su monstruosa industria de muerte. Y eso que en los filmes de Lanzmann, tanto en Shoah como en Sobibor, no aparece ni una sola imagen de esas que me horrorizaron de niño y que volví a ver en el filme de Resnais, esas montañas de cadáveres, esas miradas de muertos vivientes que te hielan la sangre. Pero no es mi intención hablarles de los filmes de Lanzmann, ni del efecto que me produjo su visión. Además, no sabría cómo hacerlo: sus imágenes estaban todavía demasiado frescas. Todavía no las he digerido y me temo que tardaré en digerirlas, si algún día lo consigo. Lo que yo quiero es hablarles de Lanzmann, de su estancia en Barcelona y de las circunstancias que rodearon su visita.

En primer lugar, voy a decirles un par de cosas que me tienen algo preocupado. La primera es que durante los tres días en que se proyectaron los dos filmes en el Instituto Francés, si bien la sala estuvo siempre llena, yo no vi en ella a esa crema de la intelectualidad barcelonesa que suele o solía estar presente en ese tipo de actos. En otras palabras: que allí no estaban ni Vázquez Montalbán, ni Eugenio Trías, ni Ramoneda, ni Bohigas, ni Azúa, ni Castellet, ni Mascarell, ni Villatoro, ni Rosa Regàs, ni Margarita Rivière, ni la Rahola, ni Gimferrer, ni Raimon, ni... Tal vez ya habían visto Shoah (filme estrenado en 1985, visto, según Lanzmann, por 70 millones de espectadores), pero dudo que hubiesen visto Sobibor. Y después de la proyección de Sobibor había anunciado un debate, en presencia de Lanzmann. Y un debate con Lanzmann, y precisamente en estos días en que en Oriente Próximo ocurre lo que ocurre, no es moco de pavo. Porque Claude Lanzmann, y esta es la segunda cosa que me tiene algo preocupado, no es un cualquiera: es nada más y nada menos que el director de Les Temps Modernes, la mítica revista que en su día fundaron Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Claude Lanzmann, además de ser un gran director de cine, un gran artista, es un intelectual de cierto peso, y, a mi entender, no se merecía el vacío que le hizo la crema de la intelectualidad barcelonesa, así como la indiferencia de los medios de comunicación, literalmente volcados en los cachorros de la Operación Triunfo.

Otra cosa es lo que dio de sí el debate con Lanzmann. Tuve la suerte de poder almorzar con él, invitado por el director del Instituto Francés, junto al cónsul general de Francia y algunos amigos, entre ellos Román Gubern y Carles Torner, autor de un libro interesantísimo, que devoré en una tarde, Shoah. Una pedagogia de la memoria (Proa, 2002), y en parte responsable de la presentación de los filmes de Lanzmann en Barcelona. Pues bien, durante ese almuerzo se habló, cómo no, de lo que ocurría en Oriente Próximo. Y se habló de la estupidez de comparar el holocausto, la Shoah, con lo que el ejército de Sharon está haciendo al pueblo palestino. Comparación tan estúpida, dije yo, como la de ciertos judíos al querer identificar a los palestinos con los nazis. A lo que Lanzmann me respondió: 'Pero los palestinos colaboraron con los nazis. Ahí está, sin ir más lejos, la historia del muftí de Jerusalén'.

Esa historia del muftí de Jerusalén, un dirigente nacional palestino que durante la II Guerra Mundial buscó cobijo en la Embajada alemana para no caer en manos de los británicos, no me era desconocida. 'El muftí', le dije a Lanzmann, 'era un tipo louche, pero jamás se pudo probar que colaborase con los nazis'. Lanzmann se rió: para él era un nazi de pura cepa. De nada sirvió que le citase un par de trabajos recientes sobre el personaje en cuestión, para él el muftí Al-Haj Amin al-Husayni seguía siendo una bestia peligrosísima, tal como lo habían catalogado los autores de la Encyclopedia of the Holocaust (Nueva York, 1990), que le dedican un artículo biográfico dos veces más extenso que el que dedican a Goebbels y Göring, más extenso que los de Himmler y Heydrich juntos, más extenso que el de Eichmann, y casi tanto como el dedicado a Hitler. Menudo pájaro debía de ser ese muftí.

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Total, que Lanzmann se me reveló como un semita del morro fort. Partidario de llegar a un acuerdo con Arafat, pero también de la 'represión' antiterrorista de Sharon. Luego, en el debate posterior a la proyección de Sobibor, el semitismo de Lanzmann se tornó bronco, hasta el punto de insultar prácticamente a dos de sus interlocutores. Algunos de los presentes optaron por abandonar la sala, yo entre ellos. Lo más probable es que Lanzmann nos tildase de antisemitas.

Me tiene sin cuidado. Siempre le estaré agradecido por esos dos filmes extraordinarios. Y seguiré leyendo Les Temps Modernes.

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