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Columna
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El Jordán

Imaginaba que el Jordán sería un río con aguas de plata, según lo recordaba de aquella lámina de la Historia Sagrada que contemplé de niño, pero la primera vez que lo vi bajaba totalmente contaminado y, no obstante, aquella mañana en su ribera había unos neófitos norteamericanos que repetían el rito del bautismo chapoteando en una corriente llena de espumarajos de detergente. No hay lugar más idóneo que Israel para perder la fe en Dios y en los hombres, sobre todo ahora cuando su espacio entero lo ocupan los enormes intestinos de Ariel Sharon, convertidos en un ciega maquinaria de guerra. En aquel primer viaje me hospedé en el hotel King David de Jerusalén que un día fue dinamitado por los propios judíos y sobre las gruesas alfombras había altos ejecutivos de Nueva York que hablaban de negocios y mientras el pianista tocaba la canción de Amapola entre rumores financieros oí que uno decía: 'el mejor Mesías es un buen misil con cabeza nuclear'. Dentro de la gruta de Belén un grupo de negros de Alabama cantaba un blues sincopado con tambores y en la densidad putrefacta de las lámparas votivas brillaban las lágrimas en sus córneas muy blancas, pero en medio de este cántico un recio franciscano le arreaba con el cíngulo a un fraile distinto que le disputaba un altar y la misma reyerta entre clérigos sucedía en la tumba de Abraham en Hebrón y en la iglesia del Santo Sepulcro. Hasta la colina del Gólgota, poblada de joyerías, llegaba en la tarde del viernes toda la locura de Jerusalén: repicaban las campanas católicas, subía desde el Muro el lamento de los salmos judíos y en medio de una algarabía de sirenas de ambulancias y de policía sonaba la voz del muecín en el minarete llamando a la oración. Bajé luego a Jericó y al mar Muerto donde se bañaban otros turistas norteamericanos caminando sin poder hundirse sobre la sal de las aguas y uno de ellos gritaba que en fondo de ese mar había vislumbrado las cúpulas de Sodoma y Gomorra que la ira de Jehová había fulminado con látigos de azufre. Por el oasis de Jericó paseaban los soldados israelitas sus metralletas impregnadas con el aroma de sésamo y odio que exhalaba el zoco. En aquel primer viaje el Jordán bajaba muy contaminado. Hoy desemboca en el mar Muerto lleno de sangre y con ella Jesús de Nazaret es bautizado de nuevo en cada telediario bajo un cielo encapotado por el inmenso vientre de Sharon, mientras en el desierto balan los políticos y lloran las cabras, que ya son las únicas que creen en Dios.

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