Yo sobreviví a Gil
Cuando hace ocho años llegué a vivir a Marbella, comenzaron a verse cabras hispánicas pastando en los jardines de las casas y abrevando en las piscinas. Los animales trataban de librarse de los efectos de la sequía y se arriesgaban a abandonar su hábitat de la Serranía de Ronda buscando agua. Eso al menos me contaron. Puede que fuera una leyenda, o quizá el barrunto del Apocalipsis que se avecinaba. Nunca pude comprobarlo.
Sí pude, en cambio, asistir a otros prodigios. Para llegar hasta el colegio de mi hijo, que está en lo alto del monte de Elviria, la carretera cruzaba un bosque de alcornoques, que aguantaba con paciencia la falta de agua pensando, quizá, ingenuamente, que con las lluvias llegarían tiempos mejores. De vez en cuando, veíamos conejos salvajes atravesando la carretera. Los árboles que rodeaban la casa donde aún vivo -probablemente, no por mucho tiempo- servían de refugio a un par de búhos que espantaban a los roedores. Muchas noches de verano preferíamos volver a casa dando un gran rodeo con tal de poder oler la resina de los pinares de Nagüeles.
En la Marbella de Gil hay calles que han desaparecido bajo el hormigón
Es imposible huir del gilismo. Aunque le lluevan las condenas, Gil ha ganado
Ya nada de eso existe. Casi no quedan alcornoques en Elviria, que se ha ido llenando de monstruosos bloques de cemento. Los conejos, juiciosos, huyeron. También desaparecieron de mi vecindad los búhos, asustados por las grúas y las hormigoneras. En Nagüeles casi no quedan pinos. En su lugar, se levanta el mayor museo del kitsch al aire libre que conozco. En la Marbella de los pioneros, el gusto lo dictaban los aristócratas centroeuropeos que se hacían construir recoletas casas andaluzas en las que los árboles eran los guardianes de su intimidad. En la Marbella de Gil el gusto lo dictan los contrabandistas que se han enriquecido con la caída del muro de Berlín y quieren exhibir los frutos de su rapiña sobreelevando sus casas para que se vea desde bien lejos que son tan ricos como horteras.
Cuando hace ocho años llegué a Marbella, la vida era muy tranquila. Había conductores que se paraban junto a la acera para hablar con un amigo y nadie osaba tocar el claxon para abortar estas breves tertulias, aunque interrumpieran el tráfico. Hoy encuentro todos los días gente tan malhumorada como la que dejé en Madrid, ocho años atrás. Eso sí, cada vez que decía que vivía en Marbella (tengo amigos que lo han ocultado durante años y se limitan a decir que viven en Málaga), tenía que explicar que era una ciudad muy digna y que nada tenía que ver con freaks televisivos como Rappel o Gunilla. Es más, repetía siempre, Rappel vive en Madrid y sólo pasa en Marbella el mes de agosto y Gunilla no reside aquí; o, al menos, los inspectores de la Agencia Tributaria han sido aún incapaces de demostrarlo.
Gil se hizo con Marbella cuando la ciudad vivía una grave crisis inmobiliaria: los jubilados británicos huyeron en tropel a finales de los ochenta después de que se hundiera la libra esterlina y, a la vez, les recortasen sus pensiones. La huida provocó un desplome de los precios, algunos promotores se arruinaron y quedaron en toda la costa un montón de edificios sin acabar.
Marbella había acabado cayendo en manos de un último alcalde socialista cuyo nombre ya casi nadie recuerda. Pero su gestión no llegó a ser catastrófica. La ciudad, bastante descuidada, seguía creciendo pausadamente sin apartarse de los sueños del pionero Ricardo Soriano: urbanizaciones dispersas, arboledas, muchos espacios libres... En 1986, otro alcalde del PSOE puso racionalidad a esos sueños y diseñó el futuro urbanístico de Marbella. El alcalde se llama José Luis Rodríguez y, vistas las alternativas, seguirá siendo durante mucho tiempo el último buen alcalde que tuvo la ciudad. A Rodríguez, que es catedrático de Instituto, no le atacó la alergia a la tiza, ese extraño mal que aqueja de por vida a la mayor parte de los maestros del PSOE en cuanto estrenan cargo público.
Donde el plan de 1986 preveía que hubiera jardines, teatros, escuelas y ambulatorios, se levantan hoy amazacotados edificios de apartamentos. Los colegios están saturados no sólo porque haya crecido desmesuradamente la población, sino porque no hay espacio en donde construir nuevas escuelas. Lo mismo sucede con los ambulatorios: hoy están repletos hasta casi estallar. El que me corresponde es tan caótico que se podría rodar en él la huida de los americanos de Saigón al final de la guerra de Vietnam.
En la Marbella de Gil hay calles que han desaparecido bajo el hormigón y no se ha trazado ninguna nueva. Hace ocho años, cuando llegué, me gustaba bajar todas las mañanas al centro para tomar café y leer los periódicos. Ahora pueden pasar varios meses sin que pise esas calles llenas de coches, ruidos y mal humor; los mismos coches, los mismos ruidos y el mismo mal humor que me hicieron huir de Madrid hace ocho años.
Lo peor de Gil es la herencia que deja. Pero no sólo en Marbella. En los once años que han transcurrido desde su primera victoria electoral, España -y, especialmente, Andalucía- han ido contagiándose de su imagen y semejanza. El diálogo político, las maneras, el lenguaje o la televisión parecen hechos a su medida.
Han triunfado sus modos y hasta su ideología, si se puede llamar así a esa desbordante chulería que se suele calificar de 'pragmatismo en la gestión'. Más de un tercio de los concejales que fueron elegidos en las listas del GIL están hoy en el PP. Pero aún hay más. Lean: 'Si para financiar inversiones tengo que vender suelo público, lo vendo. El que quiera denunciarme, que me denuncie. Y, si no, que venga el juez y administre'. ¿Palabras de Gil? No, son del presidente de la Diputación de Málaga, Juan Fraile (PSOE).
Es imposible huir del gilismo. Aunque le lluevan las condenas, Gil ha terminado imponiéndose. Ha ganado. Hay que reconocerlo.
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