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La utilidad de los superfluos

Rafael Argullol hacía en su artículo Héroes y malditos una interesante reflexión sobre el filme Black Hawk derribado en algunos de cuyos aspectos no estoy de acuerdo. Sin duda, Black Hawk derribado es una excelente película de género bélico. Tiene la eficacia de despojar de cualquier forma de dignidad un episodio de violencia, para convertirla en un espectáculo, un mero artefacto estético construido con materiales a los que se ha extirpado cualquier forma de compasión, de piedad por las víctimas o de ansiedad por el desguace de la carne viva. Riddley Scott sólo nos pide una forma de complicidad, que nada tiene que ver con la admiración del heroísmo ni con la benevolencia ante las buenas intenciones. No nos narra un enfrentamiento entre rebeldes con causa y fuerzas del orden, que nos permita establecer un criterio de selección basado en principios clasificados. No nos permite reconocer ni siquiera la existencia de motivaciones identificables como causas. Nos pide una especie de reclutamiento lúdico, nos exige escoger el bando que posee rostro, familia, nombre y emociones. Nos impone, por el simple lugar que nos asigna en la platea, por la simple disposición del escenario, que designemos quiénes son personas en su sentido pleno y quiénes son otra cosa, espectral y con meras resonancias físicas de un ser humano. Quiénes son un puñado de soldados dotados de pericia profesional, fotografías familiares y bandera de referencia, y quiénes forman una masa unánime, inagotable, desfigurada en un rostro común, inexpresivo, irreconocible. En qué lado de la línea de sombra se encuentra la humanidad propiamente dicha y en qué lado se va acumulando un ser de múltiples facetas, un enemigo esencial, un extraño carente de atributos individuales.

'Black Hawk derribado' nos pide una especie de reclutamiento lúdico, nos exige escoger bando

Pero nadie podrá negarle al director su demostración de sutileza, de potencia narrativa sin tener en las manos una verdadera historia. Pues ahí está la grandeza de la película: conseguir la fascinación de los asistentes al espectáculo sin que exista historia alguna, sin que las matizaciones puedan crear una atmósfera aquejada de cierta complejidad. La película parece cumplir la utopía del escenario posmoderno: casi tres horas de acción falsificada, carente de trayectoria, instalada en una reiteración de instantes que van agrupando su intensidad sucesiva sin llevarnos a ninguna parte, sin proporcionarnos ningún argumento. Es cierto que éste parece existir y, además, se sostiene en algo que parece disponer de un prestigio muy adaptado a nuestro mundo: se trata de una historia 'basada en un hecho real'. La ficción deviene, así, crónica; la película, un reportaje. Tal exigencia de que lo virtual adquiera consistencia narrativa por proceder de algo que ha sucedido verdaderamente es una de las paradojas de nuestra época, que va infectando los programas televisivos con escenarios donde la ficción se mezcla con la vida, con la experiencia real de gentes que se ofrecen para sufrir en público. En un mundo que se apoya en el uso generalizado de lo ficticio, la liquidez de las imágenes va necesitando el estado sólido de una referencia existencial auténtica.

No obstante, la facilidad con que Black Hawk derribado penetra en los espectadores se debe a algo más que a ese buen hacer del director. Procede de un determinado sentido común del momento en que vivimos. De una conexión con lo que se considera, si no el bien y el mal, sí lo propio y lo ajeno, pues una de las características de nuestra cultura es la sustitución de los criterios morales por los factores de identificación. En comparación con otras muestras del cine bélico, especialmente en el que se ambientó en la II Guerra Mundial o en la de Vietnam, la película de Scott nos proporciona un espectáculo perfectamente ajustado a esa deficiencia ética, compensada con el sentimientode pertenencia y extrañeza. En otros discursos del cine bélico, unos combatientes tenían la razón, la buena voluntad, la creencia en un mundo libre o cualquier otra coartada ideológica que ponía de su parte al asistente. Ahora, se trata de arrebatarle al adversario la posesión de creencia alguna. Ni siquiera se plantea que esté equivocado, que promueva un orden injusto o que esté sometido a un proceso de coacción moral que le ha quitado sus coordenadas elementales de orientación política. Eso ocurría antes, cuando se trataba de ilustrar la victoria sobre el fascismo o la lucha contra el comunismo.

Ahora, el enemigo es un intruso completo, un extraño que irrumpe en la normalidad, alguien al que hay que colocar no tanto en otro lugar ideológico como en un no-lugar, en una oquedad moral. Hay que empujarlo a una tierra de penumbra donde nuestros principios caminan a tientas. El sociólogo Zygmunt Bauman se refirió, en una ocasión, a las funciones de cohesión social que cumplían los excluidos, los otros. Además de generar el miedo y la amenaza de que nuestra constante precariedad nos convirtiera en ellos, arrojaban a nuestros medios de difusión cultural la imagen de su brutalidad. Los guerrilleros de Somalia no tienen causa, ni modelo de sociedad, ni siquiera un ingenuo idealismo. Son materia indolente, infame, maleable por señores de la guerra. Son cuerpos vivos para que la violencia gratuita pueda tomar forma. Pero no son exactamente seres humanos. Son esa población superflua cuya utilidad es sólo dar algún sentido a nuestra civilización; son esa parte inicua de nosotros mismos, una inmensa presencia ausente donde nuestra conciencia se realiza, donde se justifica eso a lo que hemos dado el espantoso nombre de estilo de vida.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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