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Columna
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Los Cármenes

Las ruinas del sentimiento privado son como un naufragio en la bañera. Los accidentes domésticos carecen del vértigo espectacular de las catástrofes públicas, pero a veces se cuelan en el alma como un cable peligrosamente envenenado por la electricidad, o como un peldaño de madera envejecida. Aunque no cuenten con la prodigiosa orfandad de Pompeya, ni con el equipaje lírico de Itálica, hay ruinas particulares que emocionan igual que la ironía del friso roto y destinado a la eternidad de los dioses. Cada vida esconde una coctelera en la que se mezclan los años, los paisajes, las rutinas y los acontecimientos. Las mordeduras del romanticismo pueden confundirse con el óxido de una gasolinera cerrada, con la soledad de una carretera secundaria o con las gradas de un campo de fútbol abandonado. Escribió André Gide que la melancolía es un fervor caído, y es verdad, porque no llegamos hasta nosotros mismos, a nuestro ayer y a nuestras ilusiones, por el camino de los recuerdos, sino a través del hueco destemplado que deja el entusiasmo cuando desaparece. El fulgor se hiela para quedarse en el presente con el sigilo de una respiración secreta o con la impertinencia de la vegetación que consigue agrietar el cemento.

Fui por primera vez al viejo estadio de Los Cármenes, el antiguo campo de fútbol del Granada, con cuatro o cinco años. Mi padre me llevó a ver un partido contra el Real Madrid, y de aquel día sólo recuerdo con precisión lo que fui incapaz de ver. Perdía el Granada por un gol, cuando gracias a una jugada de fortuna nuestro delantero centro se quedó solo delante del portero del Madrid. Todo el mundo saltó como si el estadio fuese una caja con muñecos sorpresa que acabara de abrirse, y yo, que también me levanté, fui rodeado por un tumulto oscuro de piernas y espaldas. Como no podía ver, me puse a esperar, a escuchar el futuro, a dejar que pasaran dos, tres, cuatro segundos interminables, hasta que el grito colectivo del gol le rompió la cara a la fatalidad. Aquel día empatamos con el líder, las sombras del domingo por la tarde se hicieron un poco más dulces, y me acostumbré a ir con mi padre al campo de fútbol.

Esta mañana he aparcado el coche en el viejo estadio de Los Cármenes. Pero yo no estaba utilizando un parking, sino visitando unas ruinas sagradas. Los arbustos muerden hoy las gradas de las tribunas y la maleza brota por el túnel de vestuarios con la hostilidad de un equipo visitante. La pintura azul de la publicidad de Cerámicas Siles guarda en su desamparo desvaído toda la lluvia del mundo, y el anuncio de Electrodomésticos Aspes se levanta en el cielo con la dignidad de una columna. Las vallas metálicas forman en el suelo un amasijo de corrupciones y recuerdos. En el bar del marcador ha crecido un árbol muy frondoso, pero apenas puede ocultar con sus ramas los cuerpos de mis amigos Juan Vida y Antonio Jiménez Millán hundiéndose en la bulla en busca de un cubalibre. Como yo, ellos aprendieron en Los Cármenes a escuchar el futuro, lo que no es mala solución cuando la realidad se vuelve demasiado oscura y las cosas no se ven claras. Oímos las noticias del mundo y nos conformamos con el gol del empate. Intentar ganarle a la Historia parece imposible.

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