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Columna
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Esquelas y poesía

Uno se cansa antes de las cosas más grandes. Las cosas grandes son como los coches rojos o como los pantalones de rayas: deslumbran al principio, pero cansan muy pronto. A esta vida nuestra de ciberciudadanos de la aldea global le pasa lo mismo porque, al menos para los que tienen dinero con que pagar, todo es brillante, rápido, directo, sencillo de lograr y, en consecuencia, todo es diminuto a los dos segundos de haber sido grandilocuente. La mayor expresión de esa miserable grandeza está en las ciudades de la categoría de Madrid, un lugar en el que, como en Londres, París o Nueva York, uno sabe que, buscando un poco, todo es posible.

Pero a las ciudades como Madrid les ocurre también lo mismo que a todo lo que es enorme, todo lo que parece casi inabarcable: están llenas de rincones, de subsuelos, de pequeños detalles en medio de la grandeza, de gestos tan pequeños que pueden llegar a destacar en medio de la inmensidad, como una moneda de plata en el fondo de un agua oscura.

A mí me gusta buscar, siempre que puedo, esas cosas de apariencia ínfima que fulguran en medio de los grandes discursos, de los problemas preocupantes, de los carteles luminosos. Por eso siempre leo las noticias de diez líneas de los diarios, compruebo las reservas de agua de nuestra comunidad y me preocupo cuando desciende el nivel de los embalses; por eso escucho los programas nocturnos de las radios, esos programas a los que llaman los más desesperados, que a menudo son también los más sinceros, y por eso nunca dejo de leer la lista necrológica de los periódicos ni las esquelas, porque detrás de esos nombres que hay bajo el título de 'Fallecidos ayer en Madrid' y en los textos de las esquelas es donde está el verdadero secreto de la vida y de la muerte, donde está el último coletazo de un nombre que ya no volverá a decirse de la misma manera o la frase que los que aún permanecen a este lado del más allá le dicen al que acaba de irse.

¿Puede haber algo más real que esa última frase? Da lo mismo lo que revele esa frase, si es amor, hipocresía, puro formulismo, cansancio o hasta alegría por haberse librado del muerto, sea lo que sea, es la pura realidad, una realidad inamovible, sin puerta de servicio y sin vuelta atrás.

Ayer leí en el periódico una esquela que me emocionó de verdad. Había un nombre, el nombre de una mujer, y había un texto en el cual alguien la despedía para siempre y le decía, más o menos, que sin ella podría sobrevivir, pero nunca seguir estando vivo. Por muchos años que siguiese estando encima del mundo y por más mañanas y noches que le diera el destino, jamás volvería a ver el alba, decía ese hombre, jamás, porque esa mujer se había llevado toda la luz de su vida. Me dieron ganas de llorar al leer esa esquela, pero también me dieron ganas de abrir una botella de algo y brindar por un amor como ése, más allá de la muerte, más allá del embrutecimiento de un mundo que cada vez confía más en las máquinas y menos en los sentimientos, un mundo de judíos nazis y justicieros que administran su justicia asesinando personas inocentes con sus bombas o con sus revólveres. En medio del agua negra de este mundo, esa esquela de amor brillaba ayer como una moneda, una de las monedas más brillantes que he visto, parecida a la que brilla en los poemas de Dante, de Garcilaso, de Neruda, de Cernuda.

Me pregunté cómo sería esa mujer de la que hablaba la esquela. ¿Fue una madre, una esposa, una hija? Da igual, no fue nadie y fue todas las personas amadas que, cuando son amadas de esa manera, se convierten en arquetipos, en imanes, en símbolos. Casi todo el mundo prefiere estar vivo, pero me apuesto algo a que hay millones de personas en el mundo a las que les gustaría que, al morir, alguien les dijera lo que ese hombre le decía a esa mujer de la esquela que ayer publicaron los periódicos. Qué bello, compartir de ese modo su amor con la muerta y su dolor con todos nosotros, los desconocidos, los que una mañana, al abrir el periódico y ver esa historia pequeña, ese drama enorme para unos cuantos e invisible para los demás, nos sentimos emocionados y hasta un poco envidiosos de todo ese amor, de todo ese dolor.

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