Metamorfosis conservadora
La transformación de una sociedad progresista en un grupo conservador es un proceso lento, casi invisible, pero certero como la famosa gota del martirio de Fu-Manchú que acaba por taladrar el cráneo del condenado. Durante esta imperceptible y dilatada metamorfosis los partidos, paradójicamente, siguen siendo de izquierdas y de derechas y no se dan por aludidos a pesar de los sutiles cambios que van sustituyendo los antiguos fundamentos. Hasta que un día uno lee asombrado las noticias y comprueba cómo ciertas actitudes, que habían diferenciado una ideología de otra, se han emparentado bajo pretextos no políticos sino higiénicos, medio ambientales o costumbristas. Así, la izquierda subvenciona las costumbres del clero y Teófila Martínez proclama la 'revolución en la calle'.
En Granada, por ejemplo, ha surgido un nuevo enemigo ciudadano, los hippies, una comunidad que uno pensaba que había sido asimilada por el sistema dominante como una de esas extravagancias de otra época que demuestra la liberalidad de los principios democráticos. Los que se dieron cita en el campamento de Órgiva llegaron al río, acamparon, bebieron, se drogaron y dos murieron con la misma fatalidad que otros miles de conciudadanos viajaron a la playa, se angustiaron en los atascos y por encima del centenar no regresaron nunca. El fin de semana volvieron a surgir las hordas de hippies en Granada y no es que uno dude de las molestias que causaron a los vecinos con sus músicas y de la incivilidad que supone romper una farola sino que le llama la atención su terca reaparición que los ha elevado definitivamente a la categoría de enemigos.
Claro que también hemos visto surgir la xenofobia basada no en un odio gratuito sino en el temor legítimo a perder un puesto de trabajo, o la antipatía hacia los hábitos de las personas de otras razas por cuestiones estéticas.
En cambio, concedemos carta de naturaleza al hecho entre fantástico y tridentino de que el domingo en Granada, según han destacado los diarios locales, desfilaran dos Resucitados. Si bien es cierto que los devotos de los Resucitados no rompieron farolas ni pusieron música estridente no deja de ser sintomática la naturalidad con que admitimos esta proeza de índole fabulosa y el no menos mágico convencimiento de cofrades y seguidores. En este mismo periódico ha salido un arzobispo en el acto de inaugurar una carretera y nadie parece haber notado el vértigo del pasado más inhóspito.
Siempre habrá quien sostenga, desde los partidos progresistas, que la buena marcha de la industria turística bien vale un baño de superstición, politeísmo o como queramos llamarlo, que la bendición de las carreteras corresponde a una tradición secular arraigada en nuestra cultura y documentada por decenas de secretarios municipales y cronistas y que, en fin, basta con invertir unos pocos miles de euros para levantar la coraza de cera del asfalto y que la ciudad recobre su sonido grave de sirenas y motores. Una transformación que los hippies, acérrimos del desaseo, no tienen a su alcance.
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